domingo, 30 de septiembre de 2012

ROUMELI: GEOGRAFÍAS LITERARIAS DEL NORTE DE GRECIA

Roumeli.Viajes por el norte de Grecia
Patrick Leigh Fermor
Traducción de Dolores Payás
Acantilado, Barcelona, 2001, 339 páginas.


Cualquier persona experta o simplemente aficionada  a los libros de viajes reconoce en la figura de Patrick Leigh Fermor un referente mundial en la literatura de rutas y caminos. Y no me refiero a la autoria o fabricación de guías que se limitan a señalar centros turísticos que conviene visitar, sino a esa otra escritura que nos sumerge en verdaderas geografías literarias. Libros escritos además con impronta y voluntad de estilo literario y quizás con páginas preñadas de melancolía. Es la literatura de viajes, en cuyos inicios figuran las bitácoras de conquistadores y expedicionarios, tales como las crónicas de los viajes de Marco Polo o las de los conquistadores españoles por tierras americanas, que se caracterizan por presentar la visión del escritor que suele actuar como personaje principal de una experiencia de descubrimiento de determinados lugares del planeta.
Pueden, por lo tanto, ser considerados como muestras de la “literatura del yo”, pero de un yo transitivo que dialoga y enriquece su propio acervo cultural y vivencial en contacto con otros yos, con otras formas de vida, con otras culturas, con otros paisajes. Una herramienta literaria, en definitiva, que no es autobiografía ni diario ni memorias en sentido estricto. Pero es autoficción, narrativa autorreferencial; subjetividad desde luego, pero abierta, capaz de transferir experiencias concretas del individuo.
Como dije, Patrick Leigh Fermor es un modélico maestro en este tipo de literatura. Este audaz guerrillero en Creta durante la Segunda Guerra Mundial, viajero de mil singladuras y erudito de caminos, falleció en Inglaterra el 10 de junio de 2011. Una fatal casualidad hizo que la editorial Acantilado terminara de imprimir la traducción de Roumeli. Travels in Northern Greece tan solo unos días después de su fallecimiento. La lectura de este libro y otros de su autoría es la mejor manera de recordarlo, de despejar el olvido que es de lo único que de verdad se muere.
De la mano pues de las experiencias vivenciales y siguiendo la estela de Patrick Leigh Fermor, nos adentramos por las zonas más remotas y menos conocidas de Grecia. En ese Roumeli, que desapareció de los actuales mapas de Grecia y es una denominación coloquial  de una región cuya ubicación y extensión han variado de modo impreciso, pero que, a grandes rasgos, señalaba hace tiempo el norte del país.
El viaje se inicia en Alejandrópolis, en la Tracia, donde traba contacto con los sarakatsáni, pastores nómadas que habitan efímeros poblados de conos de mimbres y juncos entre peñascos y desfiladeros, “siluetados contra el cielo”, intangibles como un espejismo, evanescentes personajes casi míticos. Con los valacos seminómadas arrumanos, orgullosos  de su lengua propia de origen latino que, como los sarakatsáni consideran los pastos de verano como su verdadero hogar. El autocar lleva después al viajero a Meteora, con inmensos tambores de piedra, con pilares y estalagmitas ascendiendo hacia el cielo, y en cuya cima, cual nido de águilas, se asientan los muros y los campanarios de monasterios habitados por monjes y monjas, “los atletas de Dios” y cuya vida, a diferencia de monaquismo católico, funciona de modo azaroso e improvisado. Arrulla al lector para prepararle ante su teoría del dilema heleno-romaico: dentro de cada griego conviven dos personajes opuestos: el romiós y el heleno, la práctica y la teoría por fijarnos únicamente en dos características antagónicas.
En la singladura de Fermor hay un desvío a Creta, un epítome de Grecia, cuyas montañas jamás estuvieron enteramente sojuzgadas, ni durante la ocupación turca ni en la invasión alemana de 1941. Las costumbres ancestrales empujaron a mujeres, ancianos y niños a resistir a toda costa la ocupación, mas también les dejaron una herencia salvaje: el robo de ganado sigue estando a la orden del día, los matrimonios se inician con el secuestro a mano armada de la novia.
Prosiguiendo la ruta hacia el norte del golfo, arriba el viajero a un pueblo de pescadores que lleva el nombre griego de Langosta, pero donde no hay langostas porque no existe la costumbre de salir a pescarlas. Sin embargo, en Missolonghi, una ciudad cercana, se verá envuelto en la aventura de perseguir las huellas -también las babuchas- de Lord Byron. Finalmente el finísimo oído literario de Fermor reproduce los “sonidos” del mundo griego y nos ilustra sobre los problemas y circunstancias de la herencia bizantina y los vestigios de la dominación turca.
El periplo “fermoriano” se convierte en un fresco multicolor, iluminado por los fulgores de una prosa esplendorosa, de elevada calidad, rebosante de detalles, de erudición, armonía, frescura, así como destellos melancólicos de una cultura inmemorial y de un pasado esplendoroso. Libro pues de intensas experiencias vitales, de evocaciones, capaz de suturar la memoria viajera con la memoria literaria.

Francisco Martínez Bouzas



Patrick Leigh Fermor

Fragmentos

“Llegamos a la parada de Sikaráyia. Era un pueblo entero de bonitas cabañas sarakatsáni parecidas a colmenas gigantes que se hincharan y luego contrajeran gradualmente. Los tejados estaban hechos de cañas, y las hileras de bejucos cortados se solapaban con la precisión del blindaje de un armadillo de siete franjas. Estaban coronadas por cruces de madera, y alrededor de ellas caracoleaba el fino humo que escapaba entre las grietas del cañizo. Los sarakatsáni vestidos de negro se agruparon a los pies del furgón nupcial, y la novia descendió, de nuevo en volandas, a tierra. Todo el cortejo se dirigió hacia la pequeña iglesia entre coros de gritos, saludos y salvas de mosquetes. El tren expelió un silbido, seguido por su obligada respuesta en forma de vapor, y después se perdió bamboleando valle abajo”

…..
“Los olivares de Anfisa, sus terrazas de vides y maíz, son las notas que cantan los pájaros. El Pindo es una fanfarria; los cencerros de las cabras y el peculiar caramillo del pastor.
Arcadia es la flauta doble. Arachova, el golpear de los martillos en las cuerdas del salterio. Roumeli es una canción klepta interrumpida por ladridos de perros y silbidos estridentes. Espiro es el ruido de los pasos de los elefantes, las huellas pírricas, el choque de talones en la danza tsámiko, el suspiro de las encinas de Dodona, el trueno y la lluvia de Acroceraunia.
Meteora remonta el vuelo serpenteando hacia el cielo, igual que una letanía bizantina atraviesa la concavidad de una bóveda y asciende en cuartos de tonos hacia el pantocrátor.
(…) Bassae y Sunio son el sonido trepando por los pilares acanalados como una flauta de Pan. Namea es el fragor de una columna que se desploma. Naoussa, el golpe sordo de una manzana que cae. Edesa, un cascada. Kavala, la caída de una cuenta de ámbar. Metsovo es una piña que arde. Samarina, una voz vlaca. Avdela, el campanilleo de un venado
(…) Los mares de Grecia son la odisea cuya música no podremos conocer jamás. Las ilimitadas extensiones y los latidos de la métrica, el flujo y reflujo de los hexámetros barridos por vientos y corrientes, acompañados por su escolta de acentos”

(Patrick Leigh Fermor, Roumeli. Viajes por el norte de Grecia, paginas 21, 309-316)

jueves, 27 de septiembre de 2012

"FAMILIAS COMO LA MÍA": NARRATIVA ANTI-LECTORES INDOLENTES

Familias como la mía
Francisco Ferrer Lerín
Tusquets Editores, Barcelona 2011, 332 páginas.

  

   No caben medias tintas. A Francisco Ferrer Lerín se le ama o se le odia. Me refiero, por descontado, a la obra de un hombre que tiene la sensación, él mismo, de haber sido devorado por la leyenda. Su fama de escritor de culto, de raro de la literatura, generador del fenómeno poético de los Novísimos, amigo y compañero de generación de Pere Gimferrer y de Félix de Azúa -hubo un tiempo en el que su nombre fue identificado como heterónimo del primero- jugador de póquer, aunque nunca se consideró un tahúr, pero si que desplumó a no pocos pichones, verdaderos maleantes de la sociedad catalana, todo esto, repito, contribuyó a agrandar la leyenda. Un bien día, fascinado por las aves necrófagas, dejó atrás sus amistades y se convirtió en un bartleby, aunque siguió escribiendo a la sombra y sin darle demasiado valor a lo que hacía, porque escribir le resultaba extraordinariamente fácil. Los lectores le hicieron regresar a la poesía y en el año 2010 su poemario Fámulo se alzó con el Premio de la Crítica de poesía en español. Pero antes, en la primavera de 2005, aparece publicada en una editora aragonesa su autobiografía, Niquel. Familias como la mía, es, en su primera parte, la versión revisada de Niquel, una novela vinculada a la leyenda de experto jugador de póquer, de trasiego clandestino de carroña, a su dedicación a la defensa y cuidado de las grandes aves necrófagas y a otros menesteres menos gloriosos y cuya verosimilitud suscita muchos interrogantes.
   La lectura de Familias como la mía  me produce la impresión de estar no ante un autor raro, sino de haber chocado de frente con un escritor sumamente inteligente. Uno de esos seres aventajados que han optado por una actividad anómala -así define Ferrer Lerín la escritura-, cuyas propuestas ganan lectores incondicionales para toda la vida y claudicaciones en la tercera página entre los indolentes o livianos.
   No resulta arduo reproducir en una sinopsis el contenido de la novela. Partiendo del hecho, reconocido por el escritor de que la novela es su propia autobiografía, si bien dulcificada, el lector reconocerá de inmediato en el protagonista, Pablo Amatller Moragas, a un alter ego de Ferrer Lerín. Un miembro de la burguesía catalana, mal estudiante de medicina, decide escribir un diario secreto. Y a través de esa bitácora nos enteramos de su prehistoria como jugador de naipes en las timbas barcelonesas del tardofranquismo, su despertar a la pasión literaria a través del falangista Ernesto Giménez Caballero. Abandona los estudios al desaparecer su padre y empieza una temporada de “suculentas cenas, suculentas hembras, suculentas timbas”. Es testigo de los días  en los que se comienza a hablar catalán en Barcelona y está agradecido  a los trasportes públicos por el amplio abanico  que le ofrecen para desarrollar las técnicas de frotación con mujeres que le permitían aliviarse. Le sobreviene el servicio militar y con él, un cúmulo de pillerías, pero también el encuentro con ciertos peonajes que marcarán su existencia futura: la pasión por las aves necrófagas y el inicio en los secretos del espionaje en el tardofranquismo, lo que le permite vivir de cerca el atentado que acabó con la vida de Carrero Blanco. Y más tarde, hasta 1986, al servicio de la Fundación América, eufemismo que encubre el espionaje norteamericano. El personaje Pablo Amatller es una suerte de pícaro del pasado siglo, un ser que vive en el filo de la navaja, entre timbas, muladares, sexo y esa pasión “redentora” por las aves necrófagas.
   Mucho más difícil será categorizar la novela. En cuanto al contenido, Ferrer Lerín habla de autobiografía dulcificada. Por las razones que sea -él las identifica con la “cobardía ante los riesgos que acarrearía la relación objetiva de los hechos”-  elude el relato de muchos acontecimientos o simplemente los cercena. Está en su derecho, porque Familias como la mía es ficción, no biografía. Y lo mismo acontece con los numerosos episodios sexuales que salpican el texto, endosados por razones de comercialidad. Un erotismo finísimo y muy intenso que se expresa entrevelado, a escondidas, en una época pacata, o sexo abultado, grotesco, llevado al esperpento y que recuerda la estética valleinclenesca..
   La implicación semiforzosa en los servicios secretos del franquismo agonizante nada en la ambigüedad y, desconocedor como soy de la biografía real de Ferrer Lerín más allá de lo que cualquiera puede leer en Internet, coloco entre interrogantes su verosimilitud, aunque, reitero, esa condición poco importa en una obra de ficción como esta.
   La forma de la novela: compleja, indigerible para esos lectores indolentes a los que me he referido. Ferrer Lerín narra rompiendo cánones, pautas y modas. La construcción de la novela semeja huir intencionadamente de la perfección narrativa, de las vertebraciones canónicas, y optar por describir escenas o retratar personajes con un nivel de escritura elevadísimo, engordada por la excelente y minuciosa descripción del detalle. Aquí es, sin duda, donde la prosa de Ferrer Lerín adquiere una tonalidad de color difuso pero muy eficaz, que le convierte en autor de culto. El carácter fragmentario del discurso en Familias como la mía, induce así mismo a hacerle merecedor de dicho epíteto.

Francisco Ferrer Lerín

Adenda: hasta el momento no he señalado que Familias como la mía articula una segunda parte: “Nora Peb”. Es otro libro, inconcluso. Apuntes, información o galería de personajes, “almacén de vocablos, expresiones y atmósferas”, para ser usados por el propio escritor, o un legado a las nuevas generaciones de escribanos, fotógrafos, cineastas, artistas plásticos. Poco que ver, pues, con la primera parte, aunque en sus páginas divisemos, de vez en cuando, la presencia de ese tahúr que se gana la vida a costa de malhechores y alimenta las aves carroñeras con cuerpos descompuestos.

Francisco Martínez Bouzas

sábado, 22 de septiembre de 2012

EL FARO POR DENTRO, HOMENAJE A LA LUZ Y A LA SOMBRA

El faro por dentro
Menchu Gutiérrez
Ediciones Siruela, Madrid 2011, 174 páginas.

   La autora de este libro, Menchu Gutiérrez (Madrid 1957), narradora, traductora y poeta, vivió  durante más de veinte años en el vientre de un faro de la costa norte de España. Y con la misma sensación de vivir un paréntesis temporal con que había llegado a la casa del faro, tuvo que abandonarla un día. El libro que ahora publica Ediciones Siruela, yergue su estructura sobre la fortaleza de dos textos: “El faro por dentro”, relato del último día de estancia de la autora en el faro, su particular homenaje  a la luz que de alguna manera sutura en uno solo a todos los faros, y “Basenji”, un relato más narrativo y ficcional que recibe su rótulo del nombre de una raza de perro africano que jamás ladra. Es el perro mudo que le hace compañía al farero y que se adecua “a una historia que congrega las preguntas esenciales lanzadas por el faro y a la vida que naufraga junto a la luz” (página 11).
   En el primer relato, el punto de partida es la experiencia del faro como un ser vivo, “un animal inmovilizado por un hechizo”. Y de esa experiencia surge el sentimiento de extranjería, la aprensión de estar usurpando un espacio ajeno que no le pertenece. Repasa en esos instantes de despedida los recuerdos de la vida en el faro, pero no los halla en las estancias del edificio sino adheridos a los ojos que buscan en las superficies marinas señales que sean capaces de dar sentido al día. Y de forma vertiginosa, del recuerdo del primer día, regresa al último. Lo que percibe entonces es que todo lo que había estado expuesto a la luz, ahora está dormido. Alrededor, el mar tiránico en el que terminaban ahogándose todas las miradas. También en ese último día de despedidas surgen los sueños, alimentados en las noches del faro: las olas gigantes y amenazadoras avanzando hacia la playa como un regimiento de ballenas. Y a las pupilas de su memoria vienen  finalmente las noches, las más de siete mil noches pasadas en el faro, condensadas ahora en una noche en la que todos los faros encendidos son el faro del fin del mundo. Prosas breves, alimentadas por una fuerte pulsión poética, por los trazos de un lirismo metafísico que encuentra en la luz esa realidad que no sólo ilumina, sino que transciende las esencias terrenales.
   De datación anterior es la novela corta “Basenji”, revisada por la autora y recuperada ahora por Siruela. Es una ficción que nace y crece así mismo como criatura de un faro. El protagonista del relato es un farero que habla en primera persona. Basenji es su perro. Lleva el nombre de una raza de perros  africana. Es un perro desalmado y mudo como las piedras. Atemoriza con sus patas de color cobre y su cabeza en suspenso. No duerme; utiliza la noche para absorber energías. Es capaz de mirar el acantilado como un frío matemático, sin pizca de vértigo. El perro acompaña la soledad, el alcoholismo, las angustias y pesadillas del farero, entre temporales marinos y tormentas del alma. Pero Basenji, un pero desprovisto de emociones, también mata y sobre todo, como perfecto mensajero, trae, como en el antiguo Egipto, los mensajes del mundo de los muertos. Mientras tanto, el faro parece estar anegado de aguas abisales.
Menchu Gutiérrez
   Voz potente y radical la de Menchu Gutiérrez para narrar el viaje alucinado de un hombre hacia el estado obsesivo en el que percibe la realidad lo y los que le rodean, como  peligro y misterio. Un texto con una delgadísima diégesis, nutrido sin embargo de gran fuerza simbólica (el faro, el farero y el perro, descendiente de la raza canina de los jeroglíficos egipcios). El pacto que esta narración demanda, es una lectura poética en la que el lector quiera y sea capaz de asumir toda la carga simbólica del texto y de la escritura de Menchu Gutiérrez. Un libro, pues, que nada tiene que ver con las lecturas convencionales, con los textos comerciales de la literatura de kiosco o de escaparate, sino con experiencias profundas, repletas de haces de luz y también de profundas sombras. Como los territorios de un faro.

Francisco Martínez Bouzas

jueves, 20 de septiembre de 2012

LA ENFERMEDAD DEL LADO IZQUIERDO

La enfermedad del lado izquierdo
Esteban Gutiérrez Gómez
Editorial Eutelequia, Madrid, 2011, 107 páginas.



Otra editorial independiente, llegada del este con “el buen propósito” de aunar arte, filosofía y narrativa, todavía con una parca carta de navegación, pero con un futuro prometedor porque edita de forma exquisita, nos acerca a la narrativa de Esteban Gutiérrez Gómez, un “ser disociado” que publica poesía bajo pseudónimo, imparte talleres literarios y siente simpatías por cuentos escritos por rockeros. La enfermedad del lado izquierdo es su tercer libro. Una novela breve estructurada en dos partes (Morbus e Medeor), que el paratexto diferencia mediante un cambio de numeración de los capítulos: creciente en la primera, decreciente en la segunda.
Una voz testimonial en primera persona narra lo que aparentemente se nos presenta como una pequeña odisea: un viaje de ida y de vuelta de un hombre común, anodino, manipulable. Desde un cuchitril en una buhardilla desde la que avista en el horizonte la montaña azul, el protagonista nos hace partícipes de su particular caída, su descenso y su encierro en la jaula que le prepara su mujer nada más casarse. Convive durante años junto a una mujer desconocida y a unos hijos-pájaro. Norma, la mujer, le reprocha constantemente y en un cuaderno de hule azul, marca las normas: decide los hijos que van a tener, los coitos anuales (once en todo el año), las horas de la ducha, las veces que se tendrá que afeitar por semana. Todo programado. Él intenta hacerse insumiso  y buscar resquicios, pero en el fondo traga con todo, guardando una mudez sacramental. Sin más azul que el de las inalcanzables montañas, su camino por la vida es un dejar de ser, una caída en la rutina, una vida gris que se somatiza en progresivas dolencias en el lado izquierdo de su cuerpo.
Y cuando todo parecía perdido, encuentra el otro lado de la montaña, comienza a romper las cadenas y a ser lo que debería haber sido, anunciado desde el principio por la cita de George Eliot (“Nunca es tarde para ser lo que deberías haber sido”). Es la cura, el tratamiento de una enfermedad según las reglas, en cuyo proceso juega un papel fundamental la figura de otra mujer, África, símbolo de la naturaleza, de la fuerza sanadora del amor. De este modo, este personaje al que una existencia deshumanizada enferma la parte de su cuerpo que aloja el corazón, irá descubriendo el verdadero sentido de la vida: la amistad, el amor, el compañerismo e incluso una nueva relación con sus hijos.
Esteban Gutiérrez Gómez
La novela, sobre todo en esta segunda parte, es una huida del mundo artificial, de la locura financiera, del consumismo desaforado, de la vida esclavizada por reglas que no son las emanadas de la naturaleza. Y un canto a la positividad, a los saltos hacia el futuro, a los viajes hacia lo desconocido. Una búsqueda de la felicidad en culturas ancestrales, e su espiritualidad. En definitiva, otra filosofía de la vida: aquella que nos dice que la verdadera sabiduría se encuentra dentro de uno mismo. Y en buena medida, sobre todo para aquellos que son fieles al curso de la materia, esta novela es también una deriva hacia realidades que se sitúan entre la magia y un cierto misticismo laico. Una mística alienación en la que Esteban Gutiérrez Gómez sumerge al lector por medio de una prosa límpida, ágil, vaporosa, dispuesta en capítulos cortos que se leen con suma facilidad.
                                        
Francisco Martínez Bouzas

miércoles, 19 de septiembre de 2012

"BAHÍA BLANCA", EL IDIOMA DE LAS OBSESIONES

Bahía Blanca
Martín Kohan
Editorial Anagrama, Barcelona, 2012, 276 páginas.


   Martín Kohan (Buenos Aires, 1967), estudioso y docente de Teoría Literaria, es como narrador no una promesa, sino una realidad consolidada, especialmente desde que en 2007 su novela Ciencias morales se hizo merecedora del Premio Herralde de Novela. Un narrador que se mueve como pez en el agua abordando uno de los grandes temas de literatura: los conflictos psicológicos, las relaciones anímicas a las que observa en sus obras desdoblándose y con la suficiente frialdad como para ser capaz de observar el panorama interior de sus criaturas, de sus héroes o antihéroes, especialmente aquellas pulsiones refrenadas que nos atormentan.
   Lo acomete con brillantez en esta novela compleja, pero al mismo tiempo muy rica en su elaboración, novela de amor, pero sobre todo de secretos y obsesiones. Para ello, Martín Kohan, partidario de la épica del abandono y solidario con los perdedores, ha elegido una ciudad: Bahía Blanca, en el sur de la provincia de Buenos Aires (un sur de cerca de setecientos kilómetros!), puerta de acceso a la Patagonia, una ciudad negativizada, paradigma de la ciudad maldita, hasta el punto de que sus habitantes, en un juego de iniciales y para no nombrarla, la llaman Brigitte Bardot. Atraído por la mitología de una ciudad hasta tal extremo maldita, Martín Kohan sitúa la primera parte  y el desenlace de su novela en Bahía Blanca, porque le interesaba para levantar su edificio narrativo todo aquello que se cobija bajo el principio de la negación, el lugar optimo para alguien que precisa olvidar, anular, negar.
   Ese alguien es Mario Novoa, un héroe/antihéroe en soledad como los personajes dostoievskianos en la visión de Georg Luckács, que viaja a Bahía Blanca con el aparente propósito de recoger datos sobre el escritor argentino Ezequiel Martínez Estrada. Deambula por la ciudad buscando evadirse, alejar sus obsesiones, anular la colección de sus fijaciones, que nos transcribe en un diario escrito en primera persona, en el que apunta sus desconcertantes e insubstanciales vivencias, pero en el que, sin embargo, no anota los oscuros secretos que configuran su neurótico drama interior. Hasta que la aparición, en un inesperado encuentro, de una figura del pasado, introduce la figura de Patricia, ex mujer de Mario, cuyo marido había sido brutalmente asesinado, meses atrás. La referencia, en la charla entre ambos, a este personaje como “el marido de tu mujer”, convence al protagonista de que poco importa que ella lo haya abandonado hace siete años: él la sigue amando y ella es su mujer.
   El secreto que el protagonista le confía al amigo recién encontrado, genera un giro de ciento ochenta grados en la narración. Martín Kohan nos introduce en una nueva historia: la historia de un perdedor que hace de sus obsesiones un verdadero personaje, especialmente en la última parte de la novela, donde cambian la rutinas de Mario Novoa, pero no así su obcecación, la fijación por una historia de amor/desamor escondido, no resuelto en su momento, que arrastrará al protagonista a una drama personal y a la pérdida definitiva del bien más preciado, cuya desaparición contempla sin pena ni gloria.
   Para Martín Kohan Bahía Blanca es una novela de amor que aparece escondido, precisamente porque para el protagonista el amor es lo fundamental y no soporta que haya habido un tercero, al que justamente por eso se lo excluye. Como lector interpreto la novela como un deslizamiento entre un relato de amor fou y una inmensa y desmedida obsesión de que todo puede llegar a revertirse.
   Pero sea como fuere, Bahía Blanca es el triunfo de la narración, porque Martin Kohan, sin caer en los tópicos empalagosos de la queja tanguera, retrata en su escritura reiterativa el mundo de las obsesiones de forma muy notable. El registro que el protagonista hace de forma precisa de los mil detalles de la ciudad, en la que el principio de la negación lo rige todo, o en Buenos Aires, con su seguimiento de calles, es una optima arma narrativa para sumergirnos en la desgarradora obstinación de un perdedor que hasta el final no asume su derrota.

Francisco Martínez Bouzas


Martin Kohan

Fragmentos

“-Viste, ¿no? -dice Ernesto.
-No sé, ¿qué cosa? -yo.
-Lo que pasó, ¿sabés? -Ernesto
-No sé, depende -espero yo.
-Que se murió, ¿no es cierto? Que lo mataron en un robo. Al marido de Patricia, digo. De tu mujer, quiero decir -dice-. Se murió, ¿sabías? Lo mataron en un robo. Ya sabías, ¿no?
-Sabía, sí.
(…)
-Qué raro, ¿no? -consulto-. ¿No es raro?
-Qué cosa, no se -se confunde Ernesto.
-Esa manera de decir, como dijiste vos: «el marido de tu mujer».
-¿Dije así?
-O parecido.
-No dije así.
-Es parecido. Pero está bien -lo calmo-; solamente suena raro. Porque parece una frase absurda, ¿no?, un contrasentido lógico: «el marido de tu mujer». ¿Quién podría ser el marido de mi mujer? Si es mi mujer, que es lo que dice la frase, ¿quién podría ser el marido? Tendría que ser yo, ¿no es cierto? En un sentido lógico, quiero decir, puramente lógico, ¿no tendría que ser yo?”

…..

“Perfectamente, sí, ¿por qué no decirlo? ¿Por qué no decir, si es la verdad, que fue acá, en este auto, en este asiento, en este auto que ahora manejo, en este asiento que ahora ocupo, donde di muerte (dar muerte es dar algo también) al remoto Luciano Godoy? ¿No iba acaso sentado acá, desatento a lo que sucedía en torno? ¿No tenía una carterita repleta de dinero justo ahí, ahí donde ahora Patricia duerme y se deja llevar? ¿No pasé mi brazo y mi mano, y en mi mano un terrible cascote, por esa misma ventanilla que tengo ahora abierta apenas, tan sólo lo necesario para que el aire del habitáculo no se envicie (…)?”

…..

“Lo que digo, me parece con balbuceos, tiene este sentido aproximado: que podríamos intentar, por qué no, estar los dos juntos de nuevo (digo así: «estar los dos juntos de nuevo»).
Patricia me responde, palabras más palabras menos, que a ella le parece que no.
Le digo más o menos esto: que ya han pasado algunos años, que seguramente este tiempo nos ha servido para entender los errores cometidos, que podríamos perfectamente hacer el intento (digo así: «perfectamente»).
Patricia me responde de nuevo, palabras más palabras menos, que a ella le parece que no.
Le insisto aproximadamente así: que hemos crecido y madurado, que debemos haber comprendido sin dudas todo eso que hace años no comprendimos, que evitaríamos sin duda alguna cometer todos esos errores que hace años cometimos, que si volviésemos a intentarlo, porque ella está sola ahora y yo estoy solo también, nos saldría bien fuera de dudas, nos saldría perfectamente bien (digo así: «perfectamente bien») fuera de toda duda.
Patricia replica más o menos esto: que no, que no quiere.
Yo le digo más o menos esto otro: que por qué, que por qué.
Patricia responde más o menos esto: que no, que no quiere, que no me quiere”

(Martín Kohan, Bahía Blanca, páginas 129-131, 255, 266)

lunes, 10 de septiembre de 2012

EL AMANTE DE LOS CABALLOS

El amante de los caballos
Tess Gallagher
Editorial Anagrama, Barcelona, 2011, 202 páginas.

   Detrás de este libro, en la intrahistoria de su gestación, hay otra historia de influjos amorosos y literarios, simbolizada quizás por una palabra-símbolo: el vocablo “colibrí”. Su autora, Tess Gallagher conoció a Raymond Carver, uno de los grandes mitos de la literatura en América, padre del realismo sucio y una de las vigas (trabes)  de oro del minimalismo, en 1978. Su vida en común fue, a partir de entonces, inmensamente placentera. El fluir de la relación amorosa significó para Carver el fin de la servidumbre al alcohol, diez años de propina en su vida, y para la poeta Tess Gallagher, un impulso para iniciarse en la ficción narrativa. Juntos escribieron y vivieron días de gran plenitud y hasta descubrieron que podían volar al revés como el colibrí del poema que Carver  concluye con estos versos: “Cuando abras / mi carta recordarás / aquellos días y cuánto / cuantísimo te quiero”.
   La edición norteamericana de El amante de los caballos fue la primera experiencia de Tess Gallagher en la narrativa. Fue, como he dicho, su tercer marido quien le dio el impulso para escribir ficción. Una prueba de fuego en la que Tess Gallagher se experimenta a si misma como narradora y en la que demuestra poseer riñones tan poderosos como los que ya había exhibido  como poeta. Muchas de las historias a las que Tess Gallagher  da vida ficcional en estos doce relatos, presentan matices aparentemente autobiográficos: las experiencias vitales de una joven mujer en el teatro del noroeste americano. Es el mundo provincial y provinciano del sur y del noroeste de los Estados Unidos, lugares del alma más que concreciones geográficas, el que actúa de telón de fondo de estas doce historias de existencias comunes y turbadas de forma irreparable por la irrupción de la violencia, las crisis y las contradicciones. Cuadros muy realistas de la vida de la clase media contemporánea.
   Entre las más notables e impactantes menciono a la que rotula la colección, “El amante de los caballos”: el protagonista o  la protagonista -el relato no muestra su condición genérica- rememora la figura del bisabuelo y del padre y acaba por reconocer que él mismo perteneció al infame mundo de los bailarines, borrachos, ludópatas y amantes de los caballos, rasgos “genéticos” de su estirpe familiar. Un relato, pues, sobre la identidad familiar y de la reinvención en el presente de vivencias del pasado. “El Rey Muerte” reconstruye la pesadilla del encuentro de una pareja con un vagabundo alcohólico, que decide habitar en el patio de su casa. En “Las gafas”, el lector asiste a los ilusorios esfuerzos de una niña para que le receten unas gafas. En “El pelele”, una crisis familiar le permite  a una mujer tener una nueva visión de su marido, al que ahora considera un hombre pacífico y bueno. Pero, sin ninguna duda, la mejor pieza de esta colectánea es “Chicas”. Es así mismo la historia más conmovedora. Una anciana visita a una amiga de la juventud. Mas, tras la larga separación, la amiga incapacitada por una dolencia cerebral, no la reconoce. El inexorable olvido se supera con un acto preñado de  fuerte simbolismo: se acuestan la una al lado de la otra y eso le permite verlo todo de color verde. Un eficaz y adecuado final para cerrar un libro que tematiza sobre la inconsistencia de las relaciones humanas.
Tess Gallagher y Raymond Carver
   Fragmentos de vida de seres triviales con un tono autobiográfico -“la autobiografía es la historia de los pobres desdichados”- había declarado Carver, hilvanados desde una poética minimalista, aunque no en la puridad absoluta que observamos en la narrativa del escritor con el que América más asocia al minimalismo. El estilo de Tess Gallagher economiza recursos, huye de los ornamentos formales como la metáfora o el símil. Pero es sugerente, meditativo y la carga emotiva del relato surge del todo, del conjunto de pequeños incidentes que sugieren significados y nos aproximan a una galería de personajes, de hombres y de mujeres, en su profunda y a veces dolorosa y desolada humanidad.

Francisco Martínez Bouzas

sábado, 8 de septiembre de 2012

EL AMOR Y SU CONDICIÓN INVERTEBRADA

El final del amor
Marcos Giralt Torrente
Editorial Páginas de Espuma, Madrid, 2011, 163 páginas.

                                         
                                   
                                                  
   Con El final del amor el escritor Marcos Giralt Torrente obtuvo el pasado mes de marzo el II Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero, el de mayor dotación económica (50.000 euros) para un libro de este género de todas las letras hispánicas. El autor de París (Premio Herralde de Novela en 1999),  con los cuatro relatos que edita Páginas de Espuma vuelve al “antifaz” de la ficción después de  la agobiante inmersión confesional y autobiográfica en las complejas relaciones con su padre de su último libro, Tiempo de vida. Estas “azarosas catas en torno al amor” son su vía de escape de aquel clima asfixiante de las relaciones familiares, convertidas en trama ficcional.
   Cuatro relatos, pues, unidos por un  similar motivo temático, que viene sugerido por el título: el naufragio amoroso. Sobre el amor puede orbitar la narrativa de múltiples maneras, dejando de lado los lugares comunes y trasnochados efluvios románticos: el amor como monoteísmo, que, en alianza quizás con el deseo, justifica toda una existencia. Es el amor y todos sus hechiceros conjuros, milagros y aberraciones. O el envés del amor, en esa otra cara que conduce al desamor,  a su condición invertebrada, desarticulada en la lejanía irreparable, que con mucha frecuencia, incluso sin percibirlo conscientemente, comienza a extenderse entre los amantes.
   “Nos rodeaban palmeras” inaugura editorialmente estas lejanías. Un narrador homodiegético en el viaje que, con su propia pareja, realiza a una isla del Índico africano. Su matrimonio había alcanzado esa llanura en la que todo resulta demasiado trivial. Ellos dos se comportaban como dos náufragos en tierra que rehúyen mirarse para no tener que reconocer en los ojos del otro su propia condición. Pero sí miran a una pareja de alemanes que con ellos comparte la excursión, intentando captar en la ajena la misma degradación afectiva que carcome su propia convivencia como pareja en claro deterioro. El relato además está aderezado con una constante sensación de amenaza y desasosiego, como el mal de Kurtz, el sonido de la selva, lo irracional.
   El amor puede convertirse en un cautiverio. No hacen falta paredes ni cadenas. Basta la ausencia de pasión, un amor invertebrado, que se deja llevar como el que provoca el lento quebranto de las vidas en común de una pareja que, tras un largo peregrinar por medio mundo, termina viviendo en un cigarral toledano. El divorcio de espacios es una elocuente metáfora de ese otro divorcio más perturbador que destrozó sus vidas. Un primo y confidente de la mujer es el discreto narrador y testigo de la ruina.
   Solemos ser injustos con los amores que nos han hecho sufrir, confiesa Marcos Giralt en una de sus múltiples y sutiles matizaciones que proliferan en el relato “Joana”, para mi gusto el más logrado de la serie. En esta historia, el amor muestra su condición invertebrada en un querer de adolescencia. Un hombre maduro, de nuevo narrador homodiegético, evoca un amor de verano, cuyo recuerdo persiste a lo largo de los años, pero marcado, desde el inicio, por una inexorable fecha de caducidad. La empatía lectora no la provoca en esta historia la juvenil pasión amorosa, más platónica que real, sino las agudas y finas observaciones acerca de las interferencias familiares -la abuela, la madre y el hermano de la chica-, así como el inesperado y perturbador desenlace final.
   Finalmente en “Última gota fría”, un adolescente con la afectividad deteriorada por las roturas sentimentales de sus progenitores, fantasea con el engañoso espejismo de la posibilidad de un reencuentro de sus padres, cuya relación nunca se ha roto del todo.
   Cuentos que desafían el formato del relato breve y se acercan al de la novela corta. El tejido narrativo es de gran calidad. Prosa cuidada que se recrea muchas veces en prolijas matizaciones y sutiles observaciones. Historias contadas por narradores implicados en la acción y, en un caso, por un observador externo, pero muy unido a la pareja al borde del colapso amoroso. Esta densidad de la prosa de Marcos Giralt disfraza posiblemente el momento epifánico de la historia narrada -a diferencia del minimalismo americano- en una sobreabundancia de análisis, observaciones y matizaciones, pero su misma hondura y la calidad del texto hacen posible que los lectores se recreen no solo con estas tramas de amores no convencionales, sino también con la silueta de personajes complejos y con tejido de climas, sobre todo familiares, preñados de incógnitas

Francisco Martínez Bouzas



Marcos Giralt Torrente

Extracto

“Entonces se remontó a la estrecha relación que su padre mantenía con su propia madre, su abuela, y su sospecha de que fue esta la que lo había iniciado en las costumbres contra natura que reproducía con sus hijas, y me habló de una hermana de su padre, a la que nunca conoció, que, según le había relatado una vieja tata que aún vivía en Fort-de-France (Fort-de-France, me aclaró, la capital de Martinica), había consumido la totalidad de su corta vida huyendo de él. Hasta que, a punto de casarse con dieciocho años, horas después de descubrir en la cama de su madre a quien iba a ser su marido, había rasgado una sábana de esa misma cama, había atado un extremo a sus cuello y otro al balcón y había saltado”
(Marcos Giralt Torrente, El final del amor, páginas 124 –125)

domingo, 2 de septiembre de 2012

LOBISHOMES EN BRAÑAGANDA

Brañaganda
David Monteagudo
Acantilado, Barcelona, 2011, 282 páginas.


David Monteagudo, natural de una aldea de la Galicia profunda, debutó tardíamente en el mundo literario con la novela  Fin (2009). A esta le siguió Marcos Montes (2010). Brañaganda es su tercera novela y está basada en las creencias y leyendas derivadas de la licantropía. La licantropía o teriantropía, si queremos ser más exactos, es la creencia, transmitida por leyendas populares, en el poder de ciertos humanos para transformarse en un animal carnívoro, por lo general el más importante de la zona. En España y en buena parte de Europa ese animal es el lobo. Los casos reales y claramente documentados de licantropía revierten en síndromes psiquiátricos que provocan episodios de alucinación en la persona afectada a la que hacen creer que se transforma en ese animal carnívoro.
El lobo, como han puesto de manifiesto los antropólogos, es un personaje destacado en la literatura popular gallega transmitida a través de leyendas orales, que esconden una gran carga simbólica polivalente. Símbolos que, como escribió Paul Ricoeur, dan que pensar, mas solamente en la medida  en que seamos capaces de afrontar sus desafíos radicales y añadirles una interpretación coherente. Sin embargo, la figura del lobishome o el “lobo da xente” se ha resuelto frecuentemente a  base de tópicos, como demuestran la novela de Carlos Martínez Barbeito, El bosque de Ancines o la película de Pedro Olea, El bosque del lobo en la que José Luís López Vázquez encarna al hombre lobo de Allariz que muerde a las señoritas en la garganta.
En la Galicia recóndita, retratada en la novela de David Monteagudo, el lobo protagoniza historias en las que actúa como animal feroz o se funde con personas malditas o locos. Es en este último caso cuando se puede hablar con propiedad del lobishome y de las “peeiras dos lobos” (mujeres que amamantan o cuidan de los lobeznos). En esos mitos y tópicos que nutren una buena parte de la literatura oral gallega, se asienta Brañaganda, la novela de David Monteagudo, que no es una novela de ciencia ficción, sino una pieza de aventuras que pretende crear una gran intriga basada en las fantasías y supersticiones del lobishome.
La novela retrata la vida de una aldea gallega, perdida entre las montañas, pocos años después de la Guerra Civil, una sociedad rural que vive en un mundo aislado, con una economía de subsistencia. En ese caserío sus pobladores se sienten amenazados ante los asesinatos cometidos por un pretendido lobishome. El narrador y protagonista del relato, Orlando, ve interrumpida su tranquila existencia, poco después de que su padre se hubiera convertido en guardabosques, porque aparecen muertas varias mujeres en extrañas circunstancias, víctimas de violentos asesinatos. El rumor popular atribuye las muertes al brazo ejecutor de un misterioso lobishome que actúa como juez moral, castigando  ciertos pecados sórdidos que se habían cometido en la aislada Brañaganda. Solamente el marido de la maestra local busca explicaciones racionales a lo que sucede, pero la gente del pueblo rechaza sus pesquisas, atribuyendo esos asesinatos a lo sobrenatural. En la novela, no obstante, hay mucho más: amores prohibidos, actuaciones prepotentes y arbitrarias de la guardia civil, corrupción y espurias  alianzas de poder, silencios que destilan veneno sobre lo acontecido en la Guerra Civil. Y sobre todo, la presencia del mal y del terror.
Es aquí donde, en mi opinión, flaquea la novela de Monteagudo. Al autor le falta el coraje del que dio sobradas muestras en Fin para apostar por esa alta literatura de miedo a la que Lovecraft le asigna la tarea de resolver las dudas del hombre racional con relación a su lugar en el mundo. Función catalizadora de pulsiones reprimidas, refuerzo de la conciencia racional, con un imprescindible ensamblaje de contenidos y expresión, de tal manera que todos los elementos formales estén al servicio del factor terrorífico. En Brañaganda, poblada por descripciones muy elaboradas y construidas con un alto estilo literario, se echa en falta una mayor madurez técnica, capaz de suscitar el miedo en la narración, no por medio de la historia, según la tesis de Todorov, sino por la constelación de imágenes que el discurso va superponiendo y que preparan el terreno para la aparición de lo extraño en el momento en el que debe aparecer: en el clímax.
Las carencias de esta propuesta, me hacen rememorar la excelente novela de otro narrador gallego: Alfredo Conde que en Romasanta. Memoria incierta del hombre lobo (2004, edición conjunta en gallego, español y ruso) acaba con  invenciones mágicas y pseudocientíficas de la licantropía y nos presenta a un “amadamado” asesino, el execrable “home do unto”, “home do saco”, el despiadado “sacamantecas” que mataba para hacerse rico traficando con la manteca que extraía de sus víctimas, grasa que solidificaba posteriormente y vendía a un farmacéutico del norte de Portugal.
Francisco Martínez Bouzas



David Monteagudo

Fragmento

“El retrato de Cándida fue pintado trece o catorce meses después de que apareciera muerta en la gándara Sarita la de Couceiro; y cinco antes de que encontraran, en el mismo lugar y con el mismo ensañamiento, el cuerpo de Rosalía de La Veiga, la cuñada de Cosme. El porqué de ese lapso de un año y medio entre la primera y la segunda víctima del lobishome, entre el primero y el segundo de sus orgasmos de sangre y de muerte, es algo que nunca podremos llegar a saber, y que resultaba cuando menos chocante a la luz de lo que vendría. Porque a partir de su segunda víctima, empezó a actuar puntualmente con cada luna llena, desatando una oleada de temor, de recelo y desconfianza que atenazó el valle y sus habitantes durante un interminable otoño de miedo y superstición. Pero ya anteriormente, cuando se supo que las dos mujeres habían muerto en idénticas circunstancias, cuando se conocieron algunos detalles escabrosos acerca del estado en que fueron hallados sus cuerpos, se empezó a hablar abiertamente de la posibilidad de que el autor de aquellos crímenes fuera un alobado: alguien que llevaba una vida normal -tal vez un vecino de la garganta- pero que se transformaba bajo el influjo de la luna llena y salía por los caminos a saciar torpemente su inaplazable necesidad de carne humana”.

(David Monteagudo, Brañaganda, página 127)