viernes, 16 de marzo de 2012

EL ENIGMA DE EZRA POUND


El espía
Justo Navarro
Editorial Anagrama, Barcelona, 2011, 212 páginas.


“Fu arrestato da due partigiani”. Una mañana del 3 de mayo de 1945 le detuvieron dos partisanos en Sant’Ambrogio, Rapallo. Eran tiempos de tiros en la nuca. Cuatro días antes, habían matado a Mussolini y le habían colgado por los pies, como a un cerdo en canal, en una gasolinera de Milán. En el camino cuesta abajo, el prisionero se agacha, pero solo cogió una semilla, una semilla de eucalipto. Será su talismán en las duras jornadas que le esperan. Así, por mediación de la prosa de Justo Navarro, asistimos al momento en el que el poeta estadounidense Ezra Pound es detenido, llevado ante los agentes de CIA y, posteriormente, encerrado en una jaula de barrotes de hierro en el campo de prisioneros americano de Metato (Pisa).
A partir de aquí, combinando analepsis y prolepsis, el novelista sumerge al lector en un experimento novelesco biográfico, tan de moda y tan frecuentado por el mismo Justo Navarro (recordemos su novela F sobre la vida y la muerte de Gabriel Ferrater). En este ejercicio experimental se indaga sobre la figura del poeta americano Ezra Pound, un personaje -no lo olvidemos- que, al margen de las adhesiones y rechazos que pueda suscitar, es una de las figuras literarias más estudiadas del siglo XX, luchador y propagandista de una poesía “pegada al hueso”, es decir, exenta de florituras, profeta del verso libre, un poeta en el centro del modernismo (Hugh Kenner).
Pero no es la obra en la que bucea Justo Navarro en El espía, sino en una conjetura narrativa sobre un tramo realmente incómodo de la vida de Ezra Pound: su extremada simpatía por el fascismo de Mussolini, su antisemitismo, su traición a su nación de origen, su propaganda antiamericana desde Radio Roma, su detención, su encierro en la jaula, a la intemperie, su traslado ante un Gran Jurado en EE.UU, acusado de felonía y traición por adherirse al enemigo, que, sin embargo le declarará loco y mentalmente incapacitado para ser sometido a juicio. Era un irresponsable, jamás podría ser juzgado por sus actos. Y, sin embargo, antes de salir del encierro de Pisa, un equipo de psiquiatras del ejército americano lo había encontrado sano, perfectamente cuerdo.
Surge así la especulación de Justo Navarro: ¿Fue el autor de The Cantos un agente doble que se servía de sus encendidos y estrambóticos discursos radiofónicos para enviar mensajes en clave a los aliados?
Ezra Pound fue conquistado para la radio por Lord Haw-Haw, un americano que emitía desde Radio Berlín brutales sermones antiamericanos. Desde el momento que le escuchó, Pound solo quería un micrófono: cantar, a través de la radio, las glorias de Mussolini. Ante tantas ganas de micrófono y la rareza de las arengas radiofónicas de Pound, los funcionarios del espionaje italiano sospecharon del poeta: ¿no sería acaso un agente doble al servicio de EE.UU? ¿Se le habría fabricado con absoluta y extraordinaria verosimilitud un perfil de traidor a su patria? ¿Fue eso lo que le salvó de la horca? Hoy sabemos que fue la intervención de distintas figuras del mundo cultural americano la que logró que el Gran Jurado lo declarara loco. Sin embargo, la habilidad con que el novelista se aferra a las escasas bases reales de su tesis argumental -la amistad de E. Pound con James J. Angleton, uno de los cerebros fundadores de la CIA, genio de la contrainteligencia y admirador del poeta- nos hace dudar y logra que consideremos casi como un hecho histórico, una trama ficcional. Es la fuerza de la ficción cuando discurre por cauces adecuados y con el ímpetu y el embrujo del torbellino: crear “verdades” con “mentiras”.
El excelente narrador que es Justo Navarro también nos obsequia en esta novela con dosis de juego metaliterario. Son juegos de autoficción, ya que la novela surge de la estancia en Pisa de J. N., traductor como el autor de la novela, que entra en contacto con la hipótesis de la condición de espía de Ezra Pound a través de Carlo Trenti, un autor de novelas policíacas, en cuya mente había surgido. La voz de este personaje, que frecuenta los mismos lugares en los que Pound había estado como prisionero sesenta años antes, la escuchamos en el último capítulo, titulado “La evasión”. Es esa voz la que le insinúa al heterónimo del autor la posibilidad de que, a través de las arengas delirantes y risibles de Pound, se transmitiera información cifrada para los aliados.
Una historia, pues, dentro de otra historia que certifica el dominio por parte de Justo Navarro de las técnicas narrativas más innovadoras, que conviven, no obstante, sin estridencias con la omnisciencia  de esa tercera persona que, de forma persuasiva y convincente (pero que se trasmuta en ciclón cuando nos cuenta la detención y el encierro en la jaula de Pound) nos hace partícipes de la ficcionalidad de un personaje real impopular, maldito e incómodo para el narrador. Un personaje cuyo enigma queda flotando en el aire: ¿Fue realmente Ezra Pound un héroe trágico a costa de ser doblemente traidor? ¿O fue un títere dogmático al servicio del fascismo? ¿O el fascismo una de sus múltiples máscaras?

Francisco Martínez Bouzas

Justo Navarro

La detención de Ezra Pound en el DTC de Metato

“Lo metieron en una celda o jaula de la muerte, aislado, aunque la jaula estaba abierta a los elementos. Un centinela lo vigilaba en silencio: tenía prohibido devolverle o dirigirle la palabra al prisionero solitario. Había fugas de campo, pero en masa. De las barracas de los locos alguna vez salía hacia la alambrada un pelotón de  presos disparatados, juntos y a toda velocidad, y disparaban las torres y no escapaba nadie. Era imposible que Pound rompiera los barrotes de la jaula (…) Escondía la cabeza bajo la manta, peligroso criminal entre criminales peligrosos. Así yacían los hombres en la pocilga de la diosa maga Circe, los compañeros de Odiseo. El veneno de Circe los convirtió en cerdos. Metió la cabeza bajo la manta, empequeñecido, como un pájaro. Vestía uniforme de faena, sin correa en los pantalones, sin cordones en las botas. Así te cambian los gestos, el modo de andar, aunque andes poco, un metro y ochenta centímetros de marcha siempre y otra vez, del sur al norte, del norte al sur de la jaula. Veía más allá de los barrotes cemento y tierra baldía. Tenía el aire y el sol en los ojos. No tenía cama, ni correa, ni cordones, ni contacto verbal con nadie, salvo con el capellán católico. Estaba a la espera de volar a Washington para sacar de su confusión al presidente Truman o ser juzgado”

(Justo Navarro, El espía, páginas 136-137)