miércoles, 16 de mayo de 2012

"FLORES DE VERANO", UN RECORDATORIO DEL HORROR

Flores de verano
Tamiki Hara
Traducción de Yoko Ogihara y Fernando Cordobés
Editorial Impedimenta, Madrid 2011, 120 páginas.



Tamiki Hara (Hiroshima, 1905) estaba allí el 6 de agosto de 1945 a las ocho y quince minutos cuando estalló la bomba. Pudo sobrevivir pero vivió en primera persona las traumáticas experiencias de la primera bomba nuclear lanzada sobre un núcleo humano. Y en los tres relatos que componen este volumen, recuerda y presta testimonio de aquel acto superlativo de horror. Sus relatos son un ejemplo paradigmático del subgénero literario japonés “literatura de la bomba” (genbaku bungaku), una perfecta vía para presentar los más intensos horrores de los que es capaz la especie del hombre sabio. Aquellos profundos y pavorosos acontecimientos, sufridos en propia carne, marcarían el norte de la vocación literaria de Tamiki Hara y también su vida, hasta el punto de acabar lanzándole a la vía de un tren (marzo de 1951).
Editorial Impedimenta publica ahora, en una de sus esmeradas ediciones a las que nos tiene habituados, la trilogía de relatos en los que Tamiki Hara plasmó sus vivencias de aquel fatídico día 6 de agosto y de los días y meses posteriores. En la presente edición Impedimenta no respeta el orden en el que originariamente fueron escritos y publicados los relatos, sino una cronología más coherente con la línea temporal lógica de los acontecimientos.
Tres textos pues plasman el bombardeo de Hiroshima. Textos escritos por un hibakusha (persona bombardeada). El primero de los relatos, “Preludio a la aniquilación”, el de mayor amplitud y último en ser escrito, nos presenta a un alter ego del propio escritor. Tras el fallecimiento de su esposa, regresa al hogar y nos pone al corriente de su situación familiar al mismo tiempo que describe el día a día de la vida en Hiroshima en el período previo a la tragedia. Un sentimiento de premonición y de espera fatalista recorre las páginas de este primer relato. Hiroshima era una ciudad reservada por los americanos para la comprobación in situ de los efectos de la bomba. Por eso los habitantes de la ciudad viven y duermen con la convicción de que el fin se acerca de forma irremisible. Hara nos traslada con maestría ese clima de angustiosa espera, con unos ciudadanos que se debaten ante la esperanza del fin de la guerra o el temor a la aniquilación. La vida y la muerte jugando una vez más su partida.
El segundo relato, “Flores de verano” es bastante más breve, pero profundamente aterrador. El lector asiste horrorizado a un minucioso registro de la tragedia, del día en que cayó la bomba a través de las vivencias del protagonista-narrador. Sin que nadie fuera capaz de comprender y explicar el porqué y el de dónde provenía aquella inmensa devastación. Los supervivientes huyen de un lado para otro, elevando sus dramáticos lamentos, aunque en consonancia con el espíritu nipón: la resignación, la aceptación del destino, conteniendo su dramatismo y también su ira.
Finalmente, “De las ruinas” narra el viaje del protagonista a una población rural cercana y su posterior regreso a la ciudad aniquilada. Focalizando la narración en las experiencias más próximas, su propia familia, Tamiki Hara atisba los efectos de la radiación, un dramático y desconocido elemento maligno que contamina el aire y destroza los cuerpos.
Tamiki Hara narra en primera persona, la voz testimonial más creíble. Y narra sin ninguna concesión al adorno, lo que vio y experimentó, la secuencia vertiginosa de horrores, sin efectos especiales, como alguien ha subrayado, que marcaron su propia existencia y la de miles de conciudadanos. Textos directos y sencillos, sin truculencias, también sin piedades, que supuran un inmenso dolor,  pero con un final que no le cierra la puerta a la esperanza y a la solidariedad: “Incluso entonces, en Hiroshima, siempre había alguien que buscaba a alguien” (pagina 120).

Francisco Martínez Bouzas


Tamiki Hara

Fragmento

“El carro se dirigió hacia Kokutaiji. Al cruzar el puente de Sumiyoshi hacia Koi, se nos ofreció una visión panorámica de las ruinas. Bajo el sol cegador, en la plateada desolación que iluminaban sus rayos, había caminos, ríos, puentes y también había cadáveres abotargados y enrojecidos dispersos hasta donde alcanzaba la vista. Era, sin duda, un nuevo infierno, planificado con precisión y destreza. Allí todo lo humano había sido exterminado, como si las expresiones de los rostros de los cadáveres hubieran sido sustituidas por un único molde fabricado en serie. Sus extremidades eran presa de una especie de ritmo diabólico: el rigor mortis parecía  haberlos atrapado en el último estertor de su agonía. Los cables eléctricos, caídos y enmarañados, y los incontables cascotes diseminados por doquier propiciaban una atmósfera de angustia y crispación, de caos en medio de la nada. Al ver los tranvías, descarrilados y reducidos a ceniza en un instante, y los caballos tendidos sobre sus inmensos vientres tumefactos, uno pensaba que había entrado de cabeza en un cuadro surrealista (…) Por la calle, humaredas; el intenso hedor de la muerte lo invadía todo”

(Tamiki Hara, Flores de verano, página 90)