domingo, 2 de septiembre de 2012

LOBISHOMES EN BRAÑAGANDA

Brañaganda
David Monteagudo
Acantilado, Barcelona, 2011, 282 páginas.


David Monteagudo, natural de una aldea de la Galicia profunda, debutó tardíamente en el mundo literario con la novela  Fin (2009). A esta le siguió Marcos Montes (2010). Brañaganda es su tercera novela y está basada en las creencias y leyendas derivadas de la licantropía. La licantropía o teriantropía, si queremos ser más exactos, es la creencia, transmitida por leyendas populares, en el poder de ciertos humanos para transformarse en un animal carnívoro, por lo general el más importante de la zona. En España y en buena parte de Europa ese animal es el lobo. Los casos reales y claramente documentados de licantropía revierten en síndromes psiquiátricos que provocan episodios de alucinación en la persona afectada a la que hacen creer que se transforma en ese animal carnívoro.
El lobo, como han puesto de manifiesto los antropólogos, es un personaje destacado en la literatura popular gallega transmitida a través de leyendas orales, que esconden una gran carga simbólica polivalente. Símbolos que, como escribió Paul Ricoeur, dan que pensar, mas solamente en la medida  en que seamos capaces de afrontar sus desafíos radicales y añadirles una interpretación coherente. Sin embargo, la figura del lobishome o el “lobo da xente” se ha resuelto frecuentemente a  base de tópicos, como demuestran la novela de Carlos Martínez Barbeito, El bosque de Ancines o la película de Pedro Olea, El bosque del lobo en la que José Luís López Vázquez encarna al hombre lobo de Allariz que muerde a las señoritas en la garganta.
En la Galicia recóndita, retratada en la novela de David Monteagudo, el lobo protagoniza historias en las que actúa como animal feroz o se funde con personas malditas o locos. Es en este último caso cuando se puede hablar con propiedad del lobishome y de las “peeiras dos lobos” (mujeres que amamantan o cuidan de los lobeznos). En esos mitos y tópicos que nutren una buena parte de la literatura oral gallega, se asienta Brañaganda, la novela de David Monteagudo, que no es una novela de ciencia ficción, sino una pieza de aventuras que pretende crear una gran intriga basada en las fantasías y supersticiones del lobishome.
La novela retrata la vida de una aldea gallega, perdida entre las montañas, pocos años después de la Guerra Civil, una sociedad rural que vive en un mundo aislado, con una economía de subsistencia. En ese caserío sus pobladores se sienten amenazados ante los asesinatos cometidos por un pretendido lobishome. El narrador y protagonista del relato, Orlando, ve interrumpida su tranquila existencia, poco después de que su padre se hubiera convertido en guardabosques, porque aparecen muertas varias mujeres en extrañas circunstancias, víctimas de violentos asesinatos. El rumor popular atribuye las muertes al brazo ejecutor de un misterioso lobishome que actúa como juez moral, castigando  ciertos pecados sórdidos que se habían cometido en la aislada Brañaganda. Solamente el marido de la maestra local busca explicaciones racionales a lo que sucede, pero la gente del pueblo rechaza sus pesquisas, atribuyendo esos asesinatos a lo sobrenatural. En la novela, no obstante, hay mucho más: amores prohibidos, actuaciones prepotentes y arbitrarias de la guardia civil, corrupción y espurias  alianzas de poder, silencios que destilan veneno sobre lo acontecido en la Guerra Civil. Y sobre todo, la presencia del mal y del terror.
Es aquí donde, en mi opinión, flaquea la novela de Monteagudo. Al autor le falta el coraje del que dio sobradas muestras en Fin para apostar por esa alta literatura de miedo a la que Lovecraft le asigna la tarea de resolver las dudas del hombre racional con relación a su lugar en el mundo. Función catalizadora de pulsiones reprimidas, refuerzo de la conciencia racional, con un imprescindible ensamblaje de contenidos y expresión, de tal manera que todos los elementos formales estén al servicio del factor terrorífico. En Brañaganda, poblada por descripciones muy elaboradas y construidas con un alto estilo literario, se echa en falta una mayor madurez técnica, capaz de suscitar el miedo en la narración, no por medio de la historia, según la tesis de Todorov, sino por la constelación de imágenes que el discurso va superponiendo y que preparan el terreno para la aparición de lo extraño en el momento en el que debe aparecer: en el clímax.
Las carencias de esta propuesta, me hacen rememorar la excelente novela de otro narrador gallego: Alfredo Conde que en Romasanta. Memoria incierta del hombre lobo (2004, edición conjunta en gallego, español y ruso) acaba con  invenciones mágicas y pseudocientíficas de la licantropía y nos presenta a un “amadamado” asesino, el execrable “home do unto”, “home do saco”, el despiadado “sacamantecas” que mataba para hacerse rico traficando con la manteca que extraía de sus víctimas, grasa que solidificaba posteriormente y vendía a un farmacéutico del norte de Portugal.
Francisco Martínez Bouzas



David Monteagudo

Fragmento

“El retrato de Cándida fue pintado trece o catorce meses después de que apareciera muerta en la gándara Sarita la de Couceiro; y cinco antes de que encontraran, en el mismo lugar y con el mismo ensañamiento, el cuerpo de Rosalía de La Veiga, la cuñada de Cosme. El porqué de ese lapso de un año y medio entre la primera y la segunda víctima del lobishome, entre el primero y el segundo de sus orgasmos de sangre y de muerte, es algo que nunca podremos llegar a saber, y que resultaba cuando menos chocante a la luz de lo que vendría. Porque a partir de su segunda víctima, empezó a actuar puntualmente con cada luna llena, desatando una oleada de temor, de recelo y desconfianza que atenazó el valle y sus habitantes durante un interminable otoño de miedo y superstición. Pero ya anteriormente, cuando se supo que las dos mujeres habían muerto en idénticas circunstancias, cuando se conocieron algunos detalles escabrosos acerca del estado en que fueron hallados sus cuerpos, se empezó a hablar abiertamente de la posibilidad de que el autor de aquellos crímenes fuera un alobado: alguien que llevaba una vida normal -tal vez un vecino de la garganta- pero que se transformaba bajo el influjo de la luna llena y salía por los caminos a saciar torpemente su inaplazable necesidad de carne humana”.

(David Monteagudo, Brañaganda, página 127)