sábado, 26 de enero de 2013

"JAMÁS EL FUEGO NUNCA", NOVELA DEL DERRUMBE


Jamás el fuego nunca
Diamela Eltit
Editorial Periférica, Cáceres, 2012, 212 páginas


   Diamela Eltit, aunque relativamente poco conocida en España, es hoy en día una de las grandes voces de la literatura latinoamericana y, circunscribiéndonos a su país, se puede decir que ha ganado casi todos los premios literarios que en Chile se otorgan a los valores literarios, no a las ventas, en lo que la aventaja sin duda Isabel Allende. Rompedora de esquemas tradicionales en literatura, lo que a veces convierte en ambiguos o complejos sus textos. Si actitud permanentemente revolucionaria se traduce en una escritura avasalladora que envuelve al lector por todos los lados. Lo sorprende, lo deja sin aliento. Ella misma nos brinda las claves personales que nos permiten entender esta novela: “Pertenezco al conjunto de escritores chilenos que vivió en el país durante la dictadura de Pinochet y como una acción de salvataje  cultural constituimos el «inexilio» o exilio interior. A lo largo de los años –más de 30- pasamos desde la violencia como situación cotidiana a la violencia del mercado producida por un neoliberalismo verdaderamente intensificado…” Y sobre ello, entre encomios y rencores escribe Diamela Eltit.
   No son pocas las marcas textuales que la autora dejó impresas en este libro. Comenzando por el epígrafe: dos versos del poeta peruano César Vallejo (“Jamás el fuego nunca /  jugó mejor su rol de frío muerto”) que le sirvió a la escritora para rotular su propia novela. Ese fuego, que no es otra cosa que las utópicas energías revolucionarias congeladas en el tiempo del frío y la decepción con un saldo de miles de muertos y por el señorío absoluto y omnipresente de ideologías que suplantaron a las de los soñadores que fueron torturados o  a os miles de personas muertas o desaparecidas por escrutar rendijas de libertad.
   El argumento de la novela es aparentemente muy sencillo: la historia cotidiana de una pareja de militantes de izquierda que en su día formaron parte de una célula revolucionaria en lucha contra la dictadura y que, caída esta, siguen viviendo en la clandestinidad, en un tiempo que ya no es su tiempo, recluidos en una habitación, prácticamente atados a una cama, que no es un espacio erótico, sino una tumba y desde allí rememoran la fútil decepción de su aventura y el cúmulo de tragedias que les tocó vivir.
   Al final la novela de Diamela Eltit se convierte en una historia de cuerpos: cuerpos humanos y el cuerpo político. Cuerpos humanos en declive, mascando la derrota, sujetos a la enfermedad y  a la muerte y transformados en metáfora de los cuerpos políticos, cuyo sistema más pequeño es la célula, en este caso una célula política revolucionaria, agotada, demolida, rozando las fronteras de la descomposición y que ha quedado reducida a solo dos cuerpos, dos personas: la narradora cuya voz queda tamizada por la claustrofobia y por una ideología dogmática que ha generado células que no han sido capaces de forjar una sociedad liberada, sino guetos que funcionan como cárceles.
   Una narradora, pues, que construye su escritura sobre las ruinas de la realidad, amalgamando delirios paranoicos, soledad, miseria, decrepitud, traiciones, derrotas. Historia de sumisiones y de sometedores  en constante intercambio de roles. Los roles de una pareja convertida en biología, en órganos envejecidos, huesos doloridos, paralelo perfecto del derrumbe de un proyecto revolucionario.
   La novela sutura otros muchos contenidos de significación. Aspectos textuales tales como la vehemencia de la voz narradora en primera persona con la que se dirige a su compañero de cama; una constante confusión temporal, buscada a propósito, metáfora de un tiempo caótico, ambiguo y fragmentado, el otro tiempo fuera del tiempo al que no ha llegado la pareja de enclaustrados, anclados a un tiempo definido por los conceptos del materialismo histórico en su versión más dogmática. De ahí las numerosas citas de Marta Harnecker. En la novela Diamela Eltit asume plenamente un discurso narrativo basado en el monólogo. Una voz femenina que monologa  con un lenguaje preciso, duro y despojado de cualquier asomo lírico. En el solipsismo del monólogo se incuba el germen de la absoluta soledad y el desamparo de una generación de chilenos izquierdistas que han sido despojados de todo, de sus emociones, de su ideología, de sus esperanzas e incluso de sus palabras, porque el usurpador, aunque sin uniforme militar aún sigue vivo. Por eso concluyo con las rotundas palabras de Vicente Luís Mora: “Se han hecho más intensas que nunca las formas del silencio ante el poder, frente a los cuales se levanta arisca y atronadora esta novela brutal.”

Francisco Martínez Bouzas



Diamela Elitit

Fragmentos

“Somos, así lo pactamos, una célula.
Lo hicimos después de que se  hubo de consumar la muerte, no te muevas, ni la cabeza ni menos los brazos, no ahora porque era una muerte que nos competía y nos desgarraba. No lo llevamos al hospital, no parecía posible. Mis súplicas, lo sé, eran una mera retórica, una forma de disculpa o de evasión. No podíamos acudir con su cuerpo mermado y agónico acezante y agónico, macilento y agónico, amado y agónico, al hospital, porque si lo hacíamos, si trasloábamos su agonía, si la desplazábamos de la cama, poníamos en riesgo la totalidad de las células porque caería nuestra célula y una estela destructiva iría exterminando el amenazado, disminuido campo militante.”

…..


“Yo había caído, atrapada como un animal salvaje o un animal de circo, en plena vía pública, cercada y capturada. Después ibas  a caer tú. Una suma implacable, la célula completa: los diez. Sobrevivimos siete. (Los tres muertos están aquí, enhiestos, decorativos, rutilan en la obscuridad). Antes de mi salida, caíste. Cuatro meses ni vivo ni muerto. Finalmente hubimos de reencontrarnos. Lo hicimos entrampados en una aguda perplejidad. Mi estado te obligó a suspender tu dolor, tu agravio, la suma de humillaciones. El terror.
No, dijiste, no.”

…..


“Tengo que levantarme de la cama, ir  ala cocina, preparar el arroz, poner en el plato dos panes, sólo dos. Tengo que volver a la pieza y pasarme la peineta por la cabeza rota, apaleada, tengo que inventarme unas manos porque no debo salir asía la calle, no quiero delatarte, no es oportuno ni necesario. Me pongo el abrigo. Miro el montón de células que ya están en un avanzado deterioro, me detengo en tus células tiñosas y me dan unas ganas infinitas de decirte: levántate, o decirte: resucita de una vez por todas y salgamos ala calle con el niño, el mío, el de dos años, mi amado niño y llevémoslo al hospital. Debemos llevarlo porque, después de todo, ya no tenemos nada que perder.”

(Diamela Eltit, Jamás el fuego nunca, páginas 84-85, 153, 211-212)