martes, 16 de julio de 2013

EL ABISMO TRANSFORMADO EN LITERATURA



El edificio

David Monteagudo
Acantilado, Barcelona, 2013, 171 páginas.

   David Monteagudo (Viveiro, 1962) es un escritor gallego, aunque su obra literaria es ajena al sistema literario gallego -está escrita toda ella en español-, si bien en  alguna de sus novelas, Brañaganda, ha tocado temas de la Galicia profunda y muy desarrollados en la literatura popular gallega, como el lobishome y la licantropía en general. Afincado en Cataluña, David Monteagudo es un especialista en literatura de miedo, condición de la que dio sobradas muestras en Fin (2009), la novela con la que debutó y en la que demuestra ser un notable narrador.
   El edificio es una recopilación de relatos, en general de mediana extensión, que el autor concibe como una alegoría del capitalismo salvaje que David Monteagudo conoce a fondo pues hasta el año 2010 trabajó en una fábrica ya en plena crisis, en la que, son sus palabras, tenía la impresión de que él y sus compañeros estaban obligados a rendir al máximo, so pena de ser eliminados en la siguiente reducción de plantilla.
   En esa sensación de miedo y con situaciones opresivas transitando sus páginas, se inspira la mayoría de los relatos  de este libro. Lo comprobamos ya en el relato que inaugura el libro, “Informe sobre Aridia”, un texto de ciencia ficción en el que se nos transporta a la razón de ser y principios esenciales de los aridianos, una civilización que vive en un inmenso edificio que ha de desplazarse un centímetro al día, empujado, bajo un sol de fuego, por la fuerza motriz de sus moradores. Una condena -doce horas diarias de ejercicio físico para mantener el mundo en movimiento- sin ninguna otra expectativa ni esperanza. Un fin en si mismo, alarmante metáfora  de buena parte del mundo actual: avanzar en línea recta, encadenados en  modos de producción sin futuro ni esperanza.
   Prosigue la recopilación con “Irene”, un relato erótico en el que el retrato del físico de la joven Irene se convierte en una obsesión para el protagonista que la quiere solo como cuerpo para el sexo. Siguen otras piezas en las que se conjuga lo simbólico y lo mágico, como “El grito”, homenaje a los  castellers, con el miedo y el terror (“La araña” o “La escalera” son buenas muestras), con la presencia presentida de una amenaza capaz de llevar al paroxismo al protagonista (“El punto luminoso”) o con la simple descripción de seres o ambientes grotescos, excepcionales o perturbadores (“El verraco”, “El garaje”). O con ideas que se convierten en perturbadoras obsesiones como ocurre en “Los homúnculos” o “Julián González”. Hay relatos  como “La disputa” que describen el interior de una fábrica, territorio muy familiar al autor, a través de las conversaciones de empleados, con el miedo al despido en sus cogotes que les hará terminar en una trágica pelea.
   La colectánea incluye así mismo relatos autorreferenciales: “El escritor en ciernes” y “Fin”. El primero parece una referencia humorística a la propia biografía del autor. El aprendiz de escritor, al que la lectura de los clásicos le ocupa todo su tiempo libre, incluso el que emplea en el váter, momentos en los que precisamente experimenta la mayor euforia creativa, apremiado, no obstante, porque no sabe cómo empezar el primer capítulo de su primera y gran novela. Y con una frontera temporal bien delimitada: el turno de tarde en la fábrica en la que trabaja en una actividad gris y completamente ajena a la producción literaria. En “Fin”, el relato que cierra el volumen, una pareja que sale del cine se enfrenta a algo desconocido que suena a apocalíptico, como en la novela del mismo título. “Enfrentados…sin un faro, sin una luz sobre la tierra, como en las noches terribles de la historia” (página 171).
   Una amplia y heterogénea selección de relatos, con argumentos variados, mas con dos o tres temas nucleares que los relacionan. Y varios de ellos extraídos de la propia experiencia. Escritos con oficio y con bastante enjundia, con instantes de gran brillantez estilística, con potentes y evocadoras metáforas e imágenes. No les sobra nada, pero les falta quizás ese ramalazo del genio y del mago que escribe en estado de gracia, como ese escritor en ciernes que se siente un privilegiado gozando de sus condición, cuando pergeña el argumento y hasta los párrafos de su gran novela, sentado en la taza del váter.

Francisco Martínez Bouzas





 
David Monteagudo



Fragmentos

“Todos lo aridianos nacen y mueren viendo el mismo, idéntico y desolado paisaje. Todos nacen sabiendo que no verán ningún cambio, ninguna novedad, a lo largo de toda su vida, porque el Edificio, su mundo, se desplaza aproximadamente un centímetro por día («el grueso de un meñique», reza su decálogo, transmitido oralmente de generación en generación), y por lo tanto un individuo normal no recorre,  a lo largo de su vida, más allá de doscientos metros. Todo aridiano vive, se reproduce y se afana durante su vida entera, empujando con pies y manos las palancas de tracción durante doce interminables horas diarias, con la difusa esperanza de que futuras generaciones, imaginablemente remotas, puedan llegar por fin a los confines de la llanura.”

…..

“Acababa de entrar en la habitación. No había dado ni dos pasos, en dirección a la librería, cuando vi la araña. Me paré en seco. Al principio sólo vi una mancha oscura en el techo, algo que mi vista detectó inmediatamente como una presencia inhabitual en la estructura de la habitación, algo que no tenía que estar ahí. Después, cuando dirigí la mirada hacia ella, pensé por unos instantes que se trataba de algún objeto decorativo, una lámpara o algo por el estilo. Me recordó fugazmente a la lámpara que hay en el Palau de la Música, no por el color, sino por la forma, por la estructura, que es como si el techo se hubiera licuado hasta condensar una gota que empieza a colgar formando un bulto redondo. Y de pronto me di cuenta, con un escalofrío que me recorrió todo el cuerpo, de lo que era en realidad.”

(David Monteagudo, El edificio, páginas 8, 37)