domingo, 23 de marzo de 2014

RELEYENDO A PABLO NERUDA



La piel extensa
Antología
Pablo Neruda
Selección: Gerardo Beltrán y Abel Murcia
Ilustraciones: Adolfo Serra
Editorial Luis Vives (Edelvives), Zaragoza, 2013, 140 páginas.


    Un día como hoy en el que son exhumados en Isla Negra, frente al Pacífico, los restos mortales de Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto para comprobar si su fallecimiento se produjo de forma natural o por envenenamiento ordenado por la dictadura pinochetista en 1973, es una buena ocasión para perdernos, una vez más, entre los sones de la voz poética de aquel joven poeta que tomó del checo Jan Neruda el pseudónimo que utilizó para ocultar a su padre sus precoces actividades poéticas, plasmadas en la colección de poemas de amor más leída y reproducida del mundo, Veinte poemas de amor y una canción desesperada.
   Y una buena forma de hacerlo es degustar este amplio ramillete de sus poemas, antologados  por Gerardo Beltrán y Abel Murcia, y hermosamente editados, hace apenas unas semanas por Editorial Luis Vives (Edelvives). En efecto, en las páginas de esta antología, La piel extensa, se halle  una muestra significativa del legado poético de Pablo Neruda: las huellas y el rastro de quien siempre tuvo seguridad en el hombre y nunca perdió la esperanza. Y confiaba que, con paciencia, la poesía no habrá cantado en vano como dijo en su discurso de recepción del Nobel.
   Pablo Neruda, poeta político a partir de 1936, se aproxima gradualmente a las realidades sociales. Su experiencia de la Guerra Civil española, como dice en Memorial de la Isla Negra, le abre los ojos para hacerse sensible a la cruda y dolorosa verdad de su propio país. Pero quizás el gran problema de la poética nerudiana, como en sus día hizo notar José María Valverde, es que su poema social, político e histórico empieza y no acaba nunca, porque habla, en las tres versiones diferentes y sucesivas, de lo humano y de lo menos humano (la naturaleza, la geología, los ríos y los mares, los pájaros y las plantas, el pasado histórico y el presente).
   Pablo Neruda, “adherido” tardíamente a la causa de una ética cívica,  pone entonces al servicio del ideal de justicia su voz poética. Como activista político lo había hecho mucho antes. Neruda, siendo cónsul de su país en la capital de España, tomó partido por el Madrid bombardeado, lo que hizo que su gobierno le destituyera. Desde París, trabajando primero con Cesar Vallejo en un comité de ayuda a la República y más tarde como cónsul en París, tras el triunfo del candidato del Frente Popular, Pedro Aguirre Cerda, siendo ministro de salud pública en Chile Salvador Allende Gossens, conseguirá fletar aquel viejo mercante, el Winnipeg, barco de la diáspora pero también de la esperanza para los republicanos españoles que huyen de la represión franquista y son acogidos fraternalmente en Chile.
   La presente antología distribuye muchos de los poemas más importantes y significativos de Pablo Neruda bajo siete epígrafes. “El amor”: un tema recurrente en la poesía del vate chileno. Sus amores adolescentes y su último amor, algunos con nombre propio, siguen viviendo en sus poemas. “La poesía”: “ese pasamanos con el que podemos contar cuando está oscuro y resbaloso”, obra del poeta, “alguien que está entre la sombra y el espacio con la boca llena de noche y de agua”. “El mar”: siempre presente en la obra nerudiana, con distintas caras y estados de ánimo  y que a veces se convierte en inmensidades oceánicas. “El tiempo”: que dura mientras dure la memoria. “Un espacio para los sentidos”: porque Neruda es un poeta sensual y por eso sus poemas están repletos de sensaciones (luz, sombras, aromas, sonidos, frío, calor…). “La naturaleza en vuelo”: la naturaleza en la poesía nerudiana tiene palabra y cientos de nombres y en ella cabe todo, la sublime e indomable geología y la humilde cebolla. “Y al final unas preguntas”: todos queremos saberlo todo -también los gatos- y para eso es la poesía, esa gran verdad del mundo.
   Más de cincuenta poemas antologados en La piel extensa, a los que las ilustraciones de Adolfo Serra no solo decoran con colores y formas, sino que expresan la substancia de lo enunciado por uno de los grandes poetas de todos los tiempos.

Francisco Martínez Bouzas



 
Pablo Neruda
Fragmentos

FINAL

“Matilde, añosos días
dormidos, afiebrados,
aquí o allá,
clavando,
rompiendo el espinazo,
sangrando sangre verdadera,
despertando tal vez
o perdido, dormido:
camas clínicas, ventanas extranjeras,
vestidos blancos de las sigilosas,
la torpeza en los pies.

Luego estos viajes
y el mío mar de nuevo:
tu cabeza en la cabecera,

tus manos voladoras
en la luz, en mi luz,
sobre mi tierra.”

YO VOLVERÉ

“Alguna vez, hombre o mujer, viajero,
después, cuando no viva,
aquí buscad, buscadme
entre piedra y océano,
a la luz procelaria
de la espuma.
Aquí buscad, buscadme,
porque aquí volveré sin decir nada,
sin voz, sin boca, puro,
aquí volveré a ser el movimiento
del agua, de
su corazón salvaje,
aquí estaré perdido y encontrado:
aquí seré tal vez piedra y silencio.”

(Pablo Neruda, La piel extensa. Antología, páginas, 27,62)

viernes, 7 de marzo de 2014

EL SENTIDO DE UN FINAL", EN EL CORAZÓN DE UN GRAN RELATO



El sentido de un final
Julian Barnes
Traducción de Jaime Zulaika
Editorial Anagrama, Barcelona, 2012, 186 páginas.


   La lectura de una obra de un narrador como Julian Barnes siempre augura placeres, sorpresas y verdades cristalinas o laberínticas. Y esta novela, traducida hace dos años a varios idiomas peninsulares (español, gallego, catalán), no es una excepción. Por algo ha sido galardonada con el Premio Man Booker 2011 y su traducción española, elegida por muchos críticos como el mejor libro del año 2012 editado en España.
   Una novela cuyo propósito es una ardua tarea: la reconstrucción del pasado, de un pasado representado por aquellos seres que en nuestra juventud conocimos, con los que intimamos, pero cuyo rastro se ha perdido y ahora solamente contamos con el arma imprecisa e insegura de la memoria para desvelar una vida, el tiempo subjetivo, “que se mide con relación a la memoria” con la certeza además de que lo que acabamos recordando no es siempre lo mismo que hemos presenciado.
   La novela de Barnes proyecta ante los ojos lectores un interrogante crucial: ¿en qué medida podemos acceder al corazón de una persona, partiendo de que todo es relativo y que la forma de ser tiene mucho más de proteico que de inmutable? ¿Cuándo empezamos de verdad a ser nosotros mismo? ¿Cómo seremos en el futuro teniendo en cuenta que la vida es más caos que cosmos? Julian Barnes no nos ofrece respuestas canónicas a estos interrogantes en esta novela breve perro que nada tiene de ligera como acertadamente ha señalado algún crítico.
   J. Barnes recordaba en otra de sus obras (Nada que temer) que vivimos  conforme al recuerdo y no a la verdad. En la presente entrega nos quiere hacer conscientes de que la vida es acumulativa, un continuo almacenaje de recuerdos que forman, como ya señalé, nuestro tiempo subjetivo, que se mide con relación a la falibilidad de la memoria. Por eso el narrador de El sentido de un final, que cuenta el presente basándose en los recuerdos, solamente es a medias fiable, porque la propia vida le encamina hacia un autoengaño que se acrecienta con el paso de los años.
   Julian  Barnes trenza una historia en dos grandes secuencias o en dos tiempos. El de ida y el de vuelta. Para ello inventa un narrador en primera persona que comienza diciéndonos que sus recuerdos no son fiables. Este narrador, un sesentón ya jubilado y en un cierto estado de paz, nos hace partícipes en la primera parte de la novela,  de los grandes rasgos y acontecimientos  de su vida. Nada excepcional: el trío de amigos en el colegio al que se añade un cuarto, Adrián, personaje a desvelar, penurias sexuales suplidas con pajas apocalípticas, relaciones pasajeras (“tal como se viene se va”), distanciamiento, matrimonio, paternidad, divorcio, soledad, una existencia ordinaria con algún logro y algunos desengaños.
   En la segunda parte Barnes aprieta las tuercas y enfrenta al lector con el camino de vuelta: Tony (el personaje de la voz narradora) recibe una pequeña y misteriosa herencia: una insignificante suma de dinero con dos documentos: uno de ellos, un diario, cuyo intento de recuperación hará revivir algunos acontecimientos del pasado, teñidos de incertidumbres y remordimientos. Será en este camino de vuelta en el que la vida no se presenta únicamente como una suma y una resta, sino también como una multiplicación de las pérdidas y de los fracasos y que frecuentemente no somos capaces de comprender. Es el sentido de un final, el obscuro corazón de una vida y de un relato que convierte a la novela en un cúmulo de incertidumbres y en la indagación de un misterio y que, al final, reexaminado a través de un escalofriante y postrer encuentro, dotará a la novela de una gran potencia reveladora y de destellos impensables.
   No obstante, no resulta fácil entrar en la esencia de este libro de gran calado que navega por las marejadas de la memoria y por la fiabilidad de los recuerdos con los que pretendemos explicarnos a nosotros mismo y que no siempre coinciden con la realidad. A pesar de las pistas que proporciona el escritor, en la novela hay lo que Barnes llama “misterios menores”: son los espacios en blanco del libro intuibles en las últimas páginas, rellenables por los lectores según su propia lectura y experiencias vitales. Todo ello es una prueba de lo esquiva que es la verdad, como consecuencia de las falibles aguas de la memoria. Muestra así mismo de que nuestra vida no es nada objetivo, sino la historia que nosotros mismo nos hemos formado de ella. Una versión, nuestra narración, que sin embargo no nos priva de la responsabilidad de nuestros actos en aquello que ha acontecido y en lo que hemos tenido algún tipo de participación.
   Así pues una novela perfectamente urdida que nos va atrapando poco a poco y que solamente en las páginas finales nos dará pistas para entender o dudar sobre el obscuro corazón de un gran relato.

Francisco Martínez Bouzas



Julian Barnes

Fragmentos

“Los que niegan el tiempo dicen: cuarenta no son nada, a los cincuenta estás en plenitud, los sesenta son los nuevos cuarenta y así sucesivamente. Sólo sé esto: que hay un tiempo objetivo, pero también uno sujetivo como el que llevas en la cara interior de la muñeca, al lado del pulso. Y este tiempo personal, que es el auténtico, se mide con relación  a la memoria”.

…..

“Llegas al final de la vida; no, no de la vida misma, sino de algo distinto: el final de cualquier posibilidad de cambio en esa vida. Se te consiente una larga pausa, el tiempo suficiente para hacerte la pregunta: ¿qué más hice mal? Pensé en una panda de críos en Trafalgar Square. Pensé en una mujer joven bailando, por una vez en su vida. Pensé en lo que no podía saber ni comprender ahora, pensé en todo lo que nunca podía saberse ni comprenderse. Pensé en la definición de la historia de Adrián. Pensé en su hijo apretando la cara contra una estantería de papel higiénico para evitarme. Pensé en una mujer que freía huevos de una forma despreocupada y chapucera, sin inquietarse cuando uno de ellos se rompió en la sartén; después en esta misma mujer, más tarde haciendo un gesto secreto y horizontal debajo de una glicina iluminada por el sol. Y pensé en una ola de agua que se encrespa, pasa de largo velozmente y se desvanece río arriba, perseguida por una banda de estudiantes gritando con antorchas cuyos rayos se entrecruzaban en la obscuridad.
Hay acumulación. Hay responsabilidad. Y, más allá de ellas, hay desasosiego. Un gran desasosiego”

(Julian Barnes, El sentido de un final, páginas, 154, 185-186)

domingo, 23 de febrero de 2014

LA TENSA CUENTA ATRÁS DEL KATRINA



Quedan los huesos
Jesmyn Ward
Traducción de Celia Montolío
Ediciones Siruela, Madrid 2013, 255 páginas.

   El “National Book Award” pasa por ser el premio literario de más prestigio de Estados Unidos. Desde su institución en 1936 lo han obtenido, en sus diversas modalidades, los grandes escritores norteamericanos, desde J. Steinbeck hasta Philip Roth pasando por W. Faulkner, Saul Bellow, Thomas Pynchon, Don DeLillo, Cormac McCarthy o E.L Doctorow, entre otros muchos. No deja de llamar la atención que una joven escritora, Jesmyn Ward, de apenas treinta y cuatro años, lo ganase e el año 2011 con su segunda novela, Savage the Bones, premiada así mismo al año siguiente con otro premio de gran reputación: el “Alex Award”. La novela de Jesmyn Ward acaba de ser traducida al español por Celia Montolío para Ediciones Siruela, que nos la ofrece bajo el título de Quedan los huesos.
   Sin ser propiamente una novela confesional, Quedan los huesos se alimenta en buena medida de las experiencias vitales de su autora. La joven escritora estadounidense nació en un pequeño pueblo de Mississipi (DeLisle), una zona pobre, poblada por familias de color. Después de una infancia complicada en su etapa escolar, sin ser ajena al bullyng, ella misma sufrió en sus carnes la enorme devastación del huracán Katrina. El fallecimiento de su hermano menor, atropellado por un conductor borracho, y cuya memoria quiso honrar, la encaminó por la senda de la escritura, después de concluir sus estudios universitarios y  su aprendizaje en talleres literarios.
   La novela recrea los once días que precedieron al Katrina y el día después en el seno de una familia pobre afroamericana -la madre compraba para los hijos deportivos negros que disimulaban la suciedad-, que vive en un hueco del bosque, llamado el Hoyo, del pueblo de Bois Sauvage. La madre había fallecido en el nacimiento de Junior, el hermano menor. El padre, bebedor empedernido, se hace cargo a su manera de la familia. Esch, una chica de apenas quince años, es la protagonista y la voz narradora. Esch ha tenido sexo con los amigos de sus hermanos desde los doce años porque, dice, es más fácil permitir que el chico empuje hacia delante que mandarle parar. A los quince, durante ese intervalo de espera del huracán, comprende por sus reiterados vómitos que está embarazada.
   La familia almacena alimentos para soportar lo que se avecina, pero apenas hay nada que pueda servir de provecho. Cada uno de sus tres hermanos tiene intereses dispares. A Randall, el mayor solo le apasiona el basketball, mientras Skeetah pugna con sus pequeños hurtos para mantener con vida los cachorros de China, la perra pitbull. Pero sin embargo irán muriendo uno tras otro, al compás del avance de las jornadas de tensa espera. Junior también intenta hacerse oír en una familia desestructurada en la que se nota la fatal ausencia de la madre.
   Y así transcurren los días en los que se desarrolla la acción de la novela y se acerca el dramático final. Niños, adolescentes que sobreviven en la miseria del lumpen, entre chatarra de coches abandonados, gallinas y aguas putrefactas.
   El relato, escrito con el duro lirismo de la miseria, es un trasunto a la vez del desarraigo, de la falta de amor parental de esta familia y de la unión de los hermanos que afrontan con coraje la llegada del ciclón. Libro propicio para aquellos lectores amantes de la narrativa minuciosa. Porque Jesmyn  Ward narra todos los detalles de la cotidianidad  de los once días, de esta dramática cuenta atrás: los pocos instantes gozosos de la familia, los trabajos para sobrevivir, los baños en las aguas cenagosas del Hoyo, la búsqueda de la comida, el almacenamiento de provisiones, que el padre acumula para soportar el huracán y que los hijos birlan, el sonido del martilleo del progenitor clavando paneles en las ventanas, las vicisitudes del parto de la perra, las carreras de los amigos por las canchas de baloncesto. Detalles que constituyen el día a día, el horizonte vital de esta familia y el corazón de la novela. Pormenores seguramente demasiado tediosos para otros lectores que se conmoverán, por el contrario, con las angustias e inquietudes  del embarazo de la chiquilla de quince años, que Manny, el chico con el que se ha acostado el último año, se niega a reconocer porque, le dice, todos saben que eres una putilla que te follas a todos los que vienen al Hoyo. Pero lo que Esch lleva en su vientre es implacable, como el huracán de fuerza cinco que llega al final. El tejado y algún árbol que se mantiene en pie, son el refugio de la familia. Un rayo de esperanza que se deja ver en la tormenta.

Francisco Martínez Bouzas


Jasmyn Ward

Fragmentos

“La única cosa que me ha resultado fácil, como nadar en el agua, fue el sexo cuando empecé a tener relaciones. Tenía doce años. La primera vez fue tumbada en el asiento delantero del dúmper de papá. Fue con Marquise, que solo me sacaba un año. El mejor amigo de Skeetah, estaba tan unido a nosotros dos que durante los veranos era prácticamente como si viviera en casa. Salíamos los tres corriendo por la parte de atrás (…) Estábamos en el dúmper escondiéndonos de Skeetah, esperando a que nos encontrase, cuando Marquise me preguntó si podía tocarme una teta. Empezaban a salirme por aquella época, pero todavía eran pequeñas como los picos de crema del pastel de limón y merengue, con nudos duros en el centro. Le di permiso, y entonces me pidió que le enseñase mis partes íntimas, porque tenía miedo de no ver ninguna cuando fuera mayor. Se las enseñé. Y entonces empezó a tocarme, y me gustó, y luego no, pero después me volvió a gustar. Y era más sencillo dejarle seguir que pedirle que parase…”

…..

“Es terrible. Es el viento flagelante, un cable que azota como si fuera un cinturón de castigo. Es la lluvia que hiere como las piedras, que se adentra por nuestros ojos y los incita a cerrarse. Es el agua, arremolinándose, acumulándose, desparramándose por todas partes, marrón con una contracorriente de rojo, la arcilla del Hoyo como un corte que no para de gotear. Son los restos del terreno; las neveras, los cortacéspedes, la autocaravana y los colchones, flotando como una flota. Son árboles y ramas que se rompen, estallando como petardos del gato Negro en un infinito chisporroteo de explosiones, una vez y otra más. Somos nosotros apiñados en el tejado, yo con el alambre del asa del cubo echado al hombro y temblando contra el plástico. Está en todas partes. Papá se arrodilla detrás de nosotros, intenta agruparnos a todos con él. Skeetah abraza a china y China aúlla. La camioneta de papá se se escora lentamente en el terreno.”

(Jesmyn Ward, Quedan los huesos, páginas 31-32,  227-228)

martes, 18 de febrero de 2014

HACER EL AMOR COMO ASIDERO VITAL



Hacer el amor
Jean-Philippe Toussaint
Traducción de David Martín Copé
Editorial Siberia, Barcelona, 2013, 120 páginas.


   Hacer el amor es la primera parte de la trilogía -parece ser que habrá más entregas- sobre la ruptura amorosa, escrita por el novelista y cineasta Jean-Philippe Toussaint, nacido en Bruselas en 1957, aunque arraigado en Francia por sus estudios y por haber asimilado la cultura francesa. Sin embargo, ha sido la última en ser traducida al español, pese a que su edición original data del año 2002. La versión española es muy reciente y nos llega de la mano de Editorial Siberia. Con anterioridad se habían incorporado al español el segundo volumen, Fuir (2005, en gallego desde el 2007), así como el tercero, La vérité sur Marie (2009).
   Con la trilogía hasta ahora publicada Jean-Philippe Toussaint, uno de los grandes escritores actuales en francés, legatario literario del Nouveau Roman y que escribe en la tradición francesa, tras la senda de Flaubert y en una línea semejante a Jean Echenoz, ofrece  a los lectores la posibilidad  de bucear en la más dilatada ruptura amorosa de una pareja, convertida en ficción. En un pieza literaria articulada con  paños minimalistas, pero poseedora, no obstante, de un profundo calado literario.
   Hacer el amor es la melancólica crónica de la ruina sentimental de una pareja: la que forman el narrador y su novia Marie. En un especial y casi ilusorio escenario: la ciudad de Tokio que con sus luces de neón desgarrando la noche, con la nieve que blanquea sus calles, con sus olores y sabores, no solo es el fondo escénico de la historia, sino que participa en la dilatada apuesta  de sensaciones en las que se anegan los protagonistas para dilatar su ruptura, el distanciamiento que sigue a una relación.
   El innominado narrador y su pareja Marie, estilista y artista plástica que había creado en la capital nipona su propia marca, viajan a Tokio, viaje que Marie realiza dispuesta a quemar las últimas reservas amorosas de su relación, reservas ya agotadas y cuya imagen más emblemática la constituye el recorrido desde el aeropuerto de Narita al hotel, viajando por separado en dos taxis. Pero no será la única que se reitere en una noche de agotamiento e insomnio y en su amanecer recorriendo alucinados las calles de la ciudad: miradas fulminantes, incidentes aparentemente banales que cada uno macera en su fuero interno, son vestigios elocuentes de que “nos amábamos pero ya no nos soportábamos más” (página 55). Porque con la desintegración del amor sobreviene  de inmediato la desintegración personal y el rechazo de la persona cuyo primer beso fue como un elixir cuyos efectos hubiéramos deseado prolongar para siempre.
   Mas la ruptura de la pareja, que venía de atrás, solamente se prolonga en Tokio en la habitación del hotel en el que se hospedan, en sus calles húmedas y heladas, en las salas del museo donde Marie monta su exposición. Un verdadero seísmo sentimental que coincide con los frecuentes temblores del suelo que sacuden la ciudad. Y hacen el amor por última vez en el desagarro del amor que se lleva la vida. Hacen el amor de una forma violenta, frenética, onanista, alejados de cualquier caricia inútil, de cualquier sentimiento. Como seres desconocidos. Por eso -y es uno de las grandes virtudes de la novela- Toussaint sabe transmitir en este libro una gran desazón, la gelidez  de la ruptura de un amor que se quiebra definitivamente y que, sin embargo, convive con el latente e irresoluto deseo carnal.
   Otra pieza narrativa de un gran escritor que sabe reflejar, a la vez con fuerza y habilidad, el caudal de emociones que nacen y florecen -mustias y melancólicas flores negras- en la alegría y en la tristeza cuando una  pareja que ha compartido muchos años de su vida, intenta pasar página, alejarse, estirando no obstante el tiempo, entre lágrimas femeninas y un frasco corrosivo de ácido clorhídrico y cuya finalidad descubrirá el lector en el desenlace, siempre en el bolsillo del protagonista narrador.
   Y en esta historia de tragedia sentimental toma parte así mismo el escenario, la ciudad de Tokio. La acertada descripción de un Tokio congelado, nevado, inhóspito, sacudido por terremotos, acertada metáfora de las turbulencias del alma, corre en paralelo con la desazón y el desagarro de una pareja que vive sus últimos instantes y trata de superar su desolación con el último encuentro sexual.
   Jean-Philippe Toussaint es un consumado especialista de los detalles. Su prosa, una joya de alta orfebrería minimalista, se proyecta sobre los pequeños detalles y pormenores, los describe con lo que él llama “energía novelesca” e incide sobre personajes, acciones, lugares e incluso objetos como la vestimenta (“el pantalón desabrochado a la altura de las bragas transparentes, página 18). Y con esa prosa exquisita el escritor logra lo que es fundamental en esta novela: el reflejo de las más insignificantes sensaciones, la inmersión  en la vida interior de sus personajes, el lúcido y penetrante retrato del decorado hasta hacer de él poco menos que un personaje.
   En definitiva, una pequeña gran novela, vertida al español con una prosa igualmente refinada y llena de bríos y que ennoblece a una editorial independiente de reciente creación, que echa a andar con cuatro propuestas literarias de gran calidad y hermosamente editadas. Es la “zona cálida” que busca Siberia.

Francisco Martínez Bouzas


                                                    
Jean-Philippe Toussaint
Fragmentos

“El mismo día que Marie me propuso acompañarla a Japón, comprendí que estaba dispuesta a quemar nuestras últimas reservas amorosas en aquel periplo. ¿No hubiera sido más sencillo, si de separarnos se trataba, haber aprovechado ese viaje previsto con tanto anticipo para tomar un poco de distancia el uno del otro? ¿Era una buena idea viajar juntos, si era para romper? En cierto modo, sí, ya que aunque la proximidad nos desgarraba, el alejamiento nos hubiera acercado. En efecto: emocionalmente éramos tan frágiles y nos encontrábamos tan desorientados que la ausencia del otro era, sin lugar a dudas, lo único que aún podía acercarnos, mientras que nuestra presencia sólo podía, por el contrario, acelerar el desagarro, sellar la ruptura. Si era ella consciente de aquello al invitarme  a Tokio y si me había invitado adrede para que lo dejáramos, es algo que ignoro, no creo.”

…..

“Era tarde, puede que pasadas las tres de la mañana, y hacíamos el amor, hacíamos el amor lentamente en la oscuridad de la habitación, atravesada aún por largas estelas de luz roja y sombras negras que dejaban sobre las paredes el rostro de su paso. La cara de Marie, inclinada en la penumbra, con los cabellos desordenados en el tumulto de las sábanas deshechas, de los albornoces y los vestidos enmarañados a nuestro alrededor, permanecía como retirada de nuestro abrazo, abandonada en la esquina de un cojín, con los labios apretados, sin renunciar en ningún momento a  esa terrible expresión de angustia grave y muda que yo conocía. Desnuda entre mis brazos, cálida y frágil en la cama de aquella habitación de hotel por cuyo techo pasaban fugaces filamentos de luces de neón rojas, yo la oía gemir en la oscuridad cada vez que entraba en ella, pero apenas sentía sus manos sobre mi cuerpo, ni sus brazos alrededor de mi espalda. No, era como si ella evitara con sumo cuidado todo contacto innecesario con mi piel, toda caricia inútil, toda unión entre nosotros que no fuera puramente sexual. Tan sólo su sexo parecía tomar parte en todo aquello, su sexo caliente  y ávido, que yo había penetrado y que se movía de manera casi autónoma, áspera y furiosa, mientras ella apretaba sus piernas para encerrar mi verga dentro de la presa de sus muslos y se frotaba violentamente contra mi pubis persiguiendo un placer que yo la veía dispuesta a conquistar. Tenía la sensación de que utilizaba mi cuerpo para masturbarse contra él, que restregaba su angustia contra mí para perderse en la búsqueda de un goce deletéreo, incandescente y solitario, doloroso como una quemadura interminable y trágico como el fuego de la ruptura que estábamos consumando…”

…..

“Y a pesar de mi inmenso cansancio esperaba que no amaneciera en Tokio ese día, que no amaneciera nunca más y que el tiempo se detuviera en ese momento, en aquel restaurante de Shinjuku donde nos sentíamos tan bien, cálidamente envueltos en la ilusoria protección de la noche, porque sabía que la llegada del día traería consigo la prueba de que el tiempo pasaba, irremediable y destructor, y que había pasado sobre nuestro amor. Pronto iba a amanecer, y, cuando me disponía a salir a la calle, me di cuenta de que estaba nevando: imperceptibles copos de nieve pasaban lateralmente ante el cristal y desaparecían en la noche, arrastrados por el viento. (…) Yo miraba la nieve caer silenciosa en la calle, posarse ligera e impalpable sobre los neones y los farolillos de papel, sobre el techo de los automóviles y los aislantes de cristal que sujetaban los cables de los postes telegráficos. Y aquella nieve me pareció una imagen del paso del tiempo -al atravesar la claridad de una farola, los copos giraban enloquecidos un instante en la luz, como una nube de azúcar glasé disipada por un soplo invisible y divino-, y en la inmensa impotencia que sentía por no poder evitar que el tiempo siguiera su curso, tuve el presentimiento de que con el final de la noche terminaría también nuestro amor.”

(Jean-Philippe Toussaint, Hacer el amor, páginas 16, 21-22, 46-47)

jueves, 9 de enero de 2014

EL ETERNO CARNAVAL DE LA LITERATURA



Retablo de jácaras tristes y farsas jocundas
Álvaro Lago
Ediciones Barataria, Barcelona, 173 páginas
(LIBROS DE FONDO)

  
   Álvaro Lago es un autor bilingüe que escribe indistintamente en gallego y en español y cuyo nombre no figura en los diccionarios de la literatura gallega, aunque pertenece a la AELG (Asociación de Escritores en Lingua Galega), y es autor de una obra considerable en su lengua materna. La publicación de sus obras en canales más bien marginales o ajeno al sistema, (como por ejemplo Fotocopias e loita de  crases, en un Congreso sobre la fotocopia) hacen de Álvaro Lago un perfecto desconocido para la mayoría de los lectores gallegos.
   Sin embargo Álvaro Lago es de los que opinan que la biografía de un escritor es su obra, mientras que la existencia real es una simple crónica que nada tiene que ver con la existencia independiente y libertaria de las obras que son fruto de la creación humana. Miembro, desde el punto de vista cronológico de  la Generación Perdida, aunque Álvaro Lago no tuvo que pagar ese altísimo precio por vivir que sí sufragaron muchas otras personas en esos años. Su infancia, gozada y disfrutada  en lo que él considera el Macondo galaico de Pontecesures, hace verdadera la afirmación de Francisco Castro de que la patria  de un escritor  son su infancia u adolescencia. Pontecesures y Pontevedra, especialmente su Museo, constituyen el ancoraje  de la vida de este escritor, el comienzo de la orgía perpetua reflejada en lo que fue su última obra en castellano. Un libro de extensa rotulación, Retablo de jácaras tristes y farsas jocundas sobre la muerte, el sexo y la vida provinciana, editado por Ediciones Barataria.
   La jácara, un término que no tiene una traducción literal en gallego y cuyo equivalente serían las “cantigas satíricas”, el género de las “cantigas de escarnio y maldecir” y en especial las “cantigas obscenas”, fueron en el siglo de Oro Español pequeñas piezas satíricas que se representaban en el intermedio de las comedias.
   El libro de Álvaro Lago es una  colectánea de relatos que enlaza con lo que Rodrigues Lapa llama la cloaca moral de los cancioneros gallegos-portugueses. En el estrado de los paisajes cotidianos, marionetas esperpénticas representan  múltiples argumentos de la antigua farsa,  disfrazada con diversas vestimentas: farsas rurales, farsas municipales, farsas  legales, farsas nupciales… que nos permiten escudriñar, a través de una lengua florida y rebosante de mordacidad y barroquismo, claros ecos de la picaresca, de la sátira y del modernismo. Cada unidad de esta publicación, cada  narración encierra una historia que tiene pleno sentido en sí misma y a  la vez forma parte de una unidad más grande: el retablo. Y detrás de las “jaracondosas hembras jocundas de apetecibles carnes rotundas” y de los “garzones zarabetos  de esquinado entendimiento”, sentimos los ecos de los grandes maestros de la literatura española: Quevedo, Valle Inclán o el mismo  Cela, cuando era quien de escrutar con ingenio las danzas de la farsa, antes de convertirse en figurante de la misma. Al final, como se nos dice en la presentación editorial, el carnaval eterno de la literatura: el arte es lo que queda.

Francisco Martínez Bouzas







Álvaro Lago

Fragmento

“Salón de té del Palacete Farigola. Rosa en las paredes, en los cojines, en los manteles, en las diminutas braguitas que las muy públicas partes púbicas de Chochin Refajo enmarcan, velan y protegen. El cacareo de interrumpidas conversaciones, el frufrú de medias que se cruzan y se descruzan, el tintineo de  las cucharillas de plata sobre las tazas de Sèvres. Sobre una recargada mesa, tres servicios de té; sobre tres vetustas butacas, las diferentes posaderas de tres distintas damas; en el aire, el hálito etílico del aniseto ingerido.
Además de la anfitriona y de la referida Chochin Refajo, la estancia se honraba con lal presencia de la lúbrica Culín Liguero, mujer de apretadas formas, cincelada en sudorosos gimnasios, onerosos quirófanos y beneficiosos catres. Desde los años mozos, eran las tres señoras todo lo amigas que su condición les permitía. En secreto, a sí mismas se llamaban «las tres Mosqueperras» desde aquel día en que confabularon para obtener de sus entrepiernas mayores beneficios que el mero placer, ora solitario, ora compartido con macho encelado, hembra lujuriosa o múltiple mezcolanza.”

(Álvaro Lago, Retablo de jácaras tristes y farsas jocundas, páginas 106-107)

domingo, 5 de enero de 2014

UN CONCENTRADO DE ARTE PARA NARRAR LA GRAN GUERRA



14
Jean Echenoz
Traducción de Javier Albiñana
Editorial Anagrama, Barcelona, 2013, 98 páginas

   Concentrado de arte, talento de miniaturista, un libro de despojamiento emocional…la reacción de la crítica francesa ha sido prácticamente unánime a la hora de juzgar este libro de Jean Echenoz, publicado en el país vecino el pasado año. El éxito entre los lectores no ha sido menor, colocándose en la segunda semana de su aparición en el primer puesto en el ranking de ventas, por delante de J. R. Rowling y Patrick Mondiano. En España la situación es similar: Anagrama lo edita por primera vez el pasado septiembre y en este mes de octubre aparece la segunda edición. Hablo de la última novela de Jean Echenoz (Orange, 1947), titulada 14 evocando de la Gran Guerra que se inició ese año, en 1914.
   Una novela breve que no alcanza las cien páginas y en la que el escritor francés, ganador de todos los premios literarios franceses, entre ellos el Goncourt, en un nuevo giro de tuerca después de su exitoso tríptico biográfico protagonizado por el músico Ravel, el atleta Zátopek y el ingeniero Nikola Testa, escribe sobre la primera Guerra Mundial, ofreciéndonos en un formato breve un gran fresco histórico de cuatro años de intensa e indiscernible barbarie.
   La pluma de este exquisito escritor francés describe, en efecto, avanzando junto a los soldados, las interminables jornadas de la Gran Guerra, acuciado de nuevo por la realidad, por los papeles y el diario de uno de los miles de soldados muertos, que por casualidad llegó a su poder. De esto modo, y una vez más, Echenoz resucita muertos para que compartan con los lectores sus calamidades. Testigo omitido pues del horrendo mosaico de una guerra que iba a durar dos semanas y se prolongó durante más de cuatro años.
   En su aproximación a la gran carnicería, Echenoz se sirve de cinco amigos de la provincia de la Vendée. Pero todo arranca con un paseo en bicicleta del joven contable Anthime, bajo el espléndido sol de agosto. Con él nos metemos de lleno en el estupor, en el dramatismo y en las transformaciones que la guerra genera en cinco amigos de la Vendée. El unísono tañido de las campanas de todas las iglesias, su toque de rebato es el introito de la primera guerra industrial, “una sórdida y apestosa ópera”. Anthime se alista en una guerra a la que los franceses consideran casi una excursión de fin de semana por la campiña. También lo hizo su hermano y sus tres amigos. Todos son enviados de inmediato a la contienda. Atrás, en la retaguardia, queda Blanche, embarazada, con una historia de amor  a tres con los dos hermanos. También su familia propietaria de una industria del calzado. Enviados a luchar en una conflagración  en la que la tecnología está por encima del hombre y que se convertirá en la mayor carnicería que conoció la historia, tal como Echenoz nos muestra en el agónico capítulo 8 que describe el fragor de la batalla. Y como contrapunto paralelo a las terribles experiencias en el frente, el narrador de 14 relata la vida de la ciudad de origen de los jóvenes soldados, haciendo así presentes las relaciones entre los personajes y, sobre todo, la historia de amor entre Blanche y los dos hermanos.
   De este modo, con un concentrado de arte, una inigualable precisión poética, una escritura tan incisiva como minimalista –“la última miniatura de Echenoz” para algún medio periodístico- , a la vez delicada y burlona, Echenoz sumerge al lector en la carnicería apocalíptica con diez millones de muertos y cuarenta de heridos. Un matadero de jóvenes confiados en medio de “tempestades de acero”, como describió Jünger la Gran Guerra.
    Una estructura contrapunteada (frente-retaguardia), la acuidad  del autor para hacer visibles con precisión milimétrica las experiencias a las que se enfrentan los incautos soldados, el coctel de humor, ironía y horror, la condensación miniaturística, la plasticidad de muchas imágenes, ciertos párrafos cortos, cincelados, que el lector recibe como fogonazos (“Y así, parecía restablecerse el silencio cuando un caso de proyectil rezagado surgió sin que supiera cómo ni de dónde, breve como una posdata”, página 65) son algunos de los elementos formales que explota el autor con la finalidad de crear un estilo literario tan preciso como elocuente, un artefacto literario contundente para hacer perfectamente visible ese momento de la historia del siglo XX  en el que el hombre se encuentra con su original orden animal -de ahí la presencia de tantos animales en la páginas finales de la novela-, y cuyo significado último lo delata el hecho de que los amasijos de carne putrefacta esparcida por los campos los forman trozos humanos, cadáveres de bueyes, caballos y ratas. Elocuente metáfora para describir un siglo de gélida animalidad que hizo saltar por los aires la vieja estabilidad y nos sumergió en una centuria de inusitada barbarie.

Francisco Martínez Bouzas



 
Jean Echenoz


Fragmentos

“Regresarán todos ustedes a casa, prometió el capitán Vayssière, levantando la voz en la medida de sus fuerzas. Sí, volveremos todos a la Vendée. Ahora bien, un punto fundamental. Si mueren hombres en la guerra, será por falta de higiene. Lo que mata no son las balas, sino la falta de aseo, que es nefasta y que es lo primero que deben ustedes combatir.”

…..

“Entretanto, mientras la orquesta cumplía su cometido en el combate, el brazo del barítono resultó atravesado por una bala y el trombón cayó gravemente herido: el corro fue estrechándose y, aunque su formación hubiera quedado mermada, los músicos continuaron tocando sin emitir una nota discordante, hasta que al retomar la estrofa en la que se alza el estandarte sangriento, el flauta y el viola cayeron muertos. (…)
Anthime vio, creyó ver de nuevo a unos hombres taladrar a otros ante sus propios ojos, dando a continuación un fuerte tirón para extraer la hoja de los cuerpos por efecto del retroceso. Con las manos crispadas en el fusil, se sentía ahora listo para perforar, ensartar, traspasar el más mínimo obstáculo, cuerpos de hombres, de animales, troncos de árboles o cuanto se le pusiera por delante.”

…..

“Los soldados se aferran a su fusil y a su machete, cuyo metal oxidado, empañado, oscurecido por los gases, apenas reluce ya bajo el fulgor helado de las bengalas, en un ambiente corrompido por los caballos descompuestos, la putrefacción de los hombres caídos y, en zona donde están los que se mantienen más o menos derechos en medio del lodo, el olor de sus orines, de su mierda y de su sudor, de su mugre y de sus vómitos, por no hablar de esos pegajosos efluvios a rancio, a moho, a viejo, cuando en principio están en el frente y se hallan al aire libre. Pues no: huele a cerrado, el olor se extiende sobre las personas y en su interior, tras las alambradas de púas de las que cuelgan cadáveres putrefactos y desarticulados que a veces sirven a los zapadores para fijar los cables telefónicos…”

(Jean Echenoz, 14, páginas 26, 49-50, 61-62)